Se solicita
señorita
para trabajo
fácil.
No importa que
ignore el lenguaje académico
y quiera comprarse
televisor a colores.
Lo que importa es
que no exija
un lugar en la historia
que no ponga en
crisis al servicio...
Rosina Conde
Ocho minutos tengo apenas, ocho minutos para decir corriendo
que si conozco a Rosina Conde es porque en 1992 leí que se presentaba una
cantante que, nada menos, era la escritora de los cuentos de un libro que me
había dejado asombrada: El agente secreto. Recopilaba situaciones de soledad,
utilizaba un lenguaje directo, evocaba el mar, el tiempo, relaciones confusas,
una ciudad de frontera, la pujanza comercial, el miedo, la necesidad de otros
panoramas. Me enfrentó a un protagonismo sin comunicación, propio de mujeres
fuertes separadas entre sí por muros de aire fresco. El estilo era conciso,
rápido y nostálgico a la vez.
En ocho minutos
intentaré evocar un auditorio de Coyoacán donde me enteré que esa mujer menuda,
de pelo lacio, corto y café claro que cantaba blues era una todóloga, que se
presentaba con su hijo, que bordaba, cosía, estudiaba y hacía teatro. Ahí me
regaló un libro de frases rítmicas y cortadas que eran poemas, De amor gozoso
(textículos) (Desliz, 1991), donde desfilan sus juegos, sus amigas, su
educación, sus días y las obligaciones de aprender a ser por sí misma.
Parece poco pero
es por esos y otros poemas que sé quién es Rosina. Una mujer que quiso estudiar
medicina, antropología y vivir en la Ciudad de México, a la que su padre
destinó a la decoración de interiores tal y como la enseñaban en una
universidad estadounidense, que tenía amigas inconvenientes con ropa de la
India y una verdadera pasión por la música. En fin, una jovencita que ha
crecido. Una voz que se indigna por las injusticias concreta del diario
mexicano. Una curiosa, una hiperactiva, una sentimental.
Con el tiempo,
descubriría que la poesía de Rosina encierra una intensa narrativa de andar
épico, los actos de denuncia de lo injusto, lo absolutamente intolerable, de
las muertes y los dolores inútiles. También representa una lírica de la
esperanza, que en parte es resilencia, en parte irrefrenable deseo de un buen
vivir, sin miedo. Sus poemas a las mujeres de Ciudad Juárez, de reciente y,
como siempre, artesanal edición, dan muestra de este afán de decir basta y respetar
el cómo del basta que otra mujer, su igual en otra condición, escupe en cara a
la sociedad; el mismo basta sobre el que se encarama para ser de otro modo,
viva, actuante, plena.
Puesto que la
escritura de Rosina nunca es ajena al momento, a las condiciones de su entorno
y del mundo, se mezclan en ella la memoria y la proclama. A los 43 normalistas desaparecidos
el 26 de septiembre de 2014 en Iguala les dedica pensamientos y una canción
porque “no tiene consuelo… Al pensar en lo grotesco De este hecho en Ayotzinapa
Que me hiela hasta los huesos…”.
Confieso que nunca
he leído ni he presenciado una puesta en escena de sus obras teatrales. ¿Por
qué? Quién sabe, quizá nunca me enteré. No soy literata, soy lectora y
escritora, me dejo enamorar por lo que encuentro en el camino. También
reconozco que su novela La Genara me impactó por la libertad innovadora con que
Rosina abordó un género clásico, la novela epistolar, utilizando en la
ubicación de múltiples relaciones a distancia diversos tonos y condiciones, entre
las cuales destaca la relación entre dos hermanas que encarnan dos modos muy
femeninos de liberarse. Usa por ello medios que en ese entonces eran propios
del trabajo de oficina, como el fax, con sus textos cortos, casi inmediatos, así
como cartas y telegramas. Separaciones, desobediencias, miedos, rencores, dudas
se entrecruzan en las líneas que van y vienen entre Genara, Luisa, Francisca,
un anónimo, Fidel y Eduardo. En La Genara además de la historia de sororidad entre
Genara y Luisa, enfrentadas ambas a la institución matrimonial, hay una sólida
denuncia de la violencia que padecen las trabajadoras de la maquila en la
frontera; es una condición que, por voz de Luisa, la hermana que ha emigrado
para estudiar y vivir libre de la familia, manifiesta la semejanza entre todas
las formas de aprisionamiento femenino: la fábrica como el matrimonio. En la
novela, los hombres detonan reflexiones sobre el sexo, la violencia conyugal, las
crisis de anorexia, la cultura, el narcotráfico, pero indefectible es sólo la
relación de Genara y Luisa, que sugiere admiración y acompañamiento.
Años después, Como
cashora al sol (2007), revela sin ambajes que Rosina Conde es una autora
contundente, incómoda, irónica, directa. Las cashoras, lagartijas que se tumban
al sol, son las mujeres de mala reputación, en efecto. Las protagonistas, tres
hermanas, Antonieta, Cristina y Cecilia, en la década de 1960, mientras Estados
Unidos está enfrascado en la guerra de Vietnam, desean liberarse de una vida
familiar que las hace sufrir. Las tres son objeto de violencia intrafamiliar, violaciones,
sexualidades aprisionadoras y tratos degradantes. El amante de Cecilia, Pedro,
marido de Antonieta, piensa que todas las mujeres “son iguales”, es decir,
putas. La esposa está furiosa, duda de sus angustias, quiere saber lo que todo
mundo sabe y nadie dice. La madre de las tres, increpa a Antonieta diciéndole
que su marido y su hijo a final de cuenta son hombres y que si Antonieta
cuestiona a su marido perderá también a su hijo. Cristina consume drogas con
Miguel, tachado por la sociedad de ser cobarde, porque ha renunciado a la
nacionalidad gringa con tal de no ir a la guerra, el mismo que en pleno trip la
agrede sumergiéndole la cara en un plato de pasta hirviendo porque los fideos
se le figuran gusanos. La muerte de un hombre, sin embargo, no es tolerada por
la sociedad.
Novelista que
esgrime un habla de frontera como quien reivindica una cultura, es sobre todo
en sus cuentos que Rosina se revela como la escritora miliar de la distancia
entre una literatura de recuento de agravios y la narrativa de la vida propia
de las mujeres mexicanas. En ellos, los y las protagonistas son sujetos de un
estilo que aborda las virtudes y los defectos de la contingencia de procesos de
explotación, violencia y liberación que se hacen historia. Sus personajes femeninos
abren caminos, equivocándose en ocasiones, dudando, pero con un empuje vital
digno de una humanidad en plena. En Arrieras somos… (1993), un puñado de
historias elabora la épica de una joven enamorada, una embarazada, una madre
con miedo, una hija que se rebela a las obligaciones sociales y los mandatos
paternos. Rosina las hace andar la vida con el arrojo propio de una arriera,
acarreando recuas de dolores y dudas, enfrentando caminos que otras utilizarán en
un después incierto. Las arrieras, las abridoras de sendas, sarcásticas,
soñadoras, enfrentadas al despeñadero.
Ya se me acabaron
los ocho minutos. No puedo decir más que si Rosina es hoy una autora de culto,
yo pertenezco a su iglesia.
* Feminista autónoma, investigadora y escritora.
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