Justa
Montero*
Feminizar la política incluye muchas cosas distintas, desde la mayor
presencia de mujeres en el espacio público, la propia consideración de la ética
y lo político en el contenido de la política feminista. Se trata, por tanto, de
un concepto equívoco y ambivalente, sujeto a muy variadas interpretaciones en
sus dos componentes, el de la feminización y el de la política.
Más mujeres y otras políticas
En este
debate existe un punto de partida común que es la importancia de la presencia
de mujeres en la política, aunque sea como un síntoma de “normalización” del
actual sistema de representación. Pero el debate ha adquirido nuevos aires con
la potente irrupción, desde hace un par de años, de mujeres en los Ayuntamientos
y distintos Parlamentos. La presencia de mujeres en estos espacios de poder no
es algo nuevo; sí lo es que muchas de ellas sean mujeres comprometidas con dar
un nuevo sentido a la política, deudoras del 15M1 como movimiento que enarboló
el “no nos representan”.
Si alguien tuviera alguna duda sobre la dimensión del cambio
y la importancia simbólica que tiene la mayor presencia de mujeres en política,
no hay más que fijarse en las reacciones que desata. Hasta ahora, los hombres
políticos, que consideran la presencia de mujeres como algo estético e inevitable,
habían mantenido una actitud condescendiente. Pero con la presencia de más
mujeres, más jóvenes, y muchas decididamente feministas, se les ha caído la
careta y reaccionaron con brutales campañas para intentar deslegitimar, desvalorizar
y ridiculizar a concejalas y parlamentarias (a las que han sabido darle la
vuelta con humor e inteligencia), han dejado clara su profunda convicción de
que ese espacio público les pertenece (como otros hombres consideran que les pertenece
la calle). Y esto tiene un nombre: es machismo, patriarcado en estado puro.
Pero ampliando el plano del debate, si consideramos la política
como un instrumento de transformación, desde una perspectiva feminista la
presencia de mujeres, en sí misma, no es una garantía de cambio. La historia
está llena de ejemplos de mujeres que, como el manido caso de Margaret Thacher
o Rita Barberá pasando por muchas otras de menor renombre, impulsan políticas y
valores profundamente heteropatriarcales y neoliberales con formas de hacer
política jerárquicas y autoritarias. No me resisto, por aquello de la memoria
colectiva y aunque se trate de contextos políticos radicalmente distintos, a
recordar a aquellas mujeres de la Sección Femenina, que durante el franquismo
ejercían un enorme poder para garantizar el sometimiento y sumisión de las
mujeres a los varones y al régimen.
En el panorama actual muchas mujeres incorporan otras formas
de hacer política a partir de otras prácticas, más participativas, más
horizontales, más relacionales, frente a las agresivas y competitivas que marca
la práctica masculina hegemónica. Se explica por la socialización y la
consiguiente construcción de la subjetividad particular de unas y otros. En el
caso de las mujeres, más vinculada al mundo relacional por la responsabilidad
asignada de los trabajos de cuidados, y en el caso de los hombres más vinculada
a la realización del logro individual y su proyección en el espacio público. No
es nada nuevo, tiene que ver con la dicotomía entre los espacios público y
privado establecida por la modernidad. Ésta permite pensar en una particular
forma de aproximarse a la política de las mujeres, en otra mirada en las formas
y en los contenidos, no en vano el movimiento feminista, el pasado siglo,
levantó la consigna de “lo personal es político”, ampliando y disputando desde
entonces (y en ello seguimos), el sentido de “lo político”.
Todo esto se refleja también, como recoge Silvia Gil, en el
tipo de luchas protagonizadas mayoritariamente por mujeres: luchas en defensa
de los recursos, la vivienda, en defensa de derechos humanos, del cuerpo, por
otra forma de entender las relaciones libres de violencias, la democracia en el
ámbito doméstico y un largo etcétera. En esta acción colectiva se destaca la
potencialidad positiva que tienen los valores asociados a una “cultura
subalterna” (en palabras de Giulia Adinolfi), como la sensibilidad,
solidaridad, empatía, la falta de agresividad competitiva, valores opuestos al individualismo
y a la competitividad del mundo capitalista. Ponen sobre el tapete lo que sería
un objetivo común: un mundo en el que mujeres y hombres se liberen de esa
visión fragmentada de la vida entre lo público y lo privado, la razón y la
emoción, la cultura y la naturaleza.
¿Una ética femenina?
En el
debate actual sobre la feminización de la política ha vuelto a entrar en escena
“la ética femenina” entendida como ética del cuidado, lo que presenta no pocos problemas.
Hablar de
ética femenina remite a la idea de una naturaleza femenina a la que se asocian
cualidades y valores, positivos, de los que son portadoras las mujeres porque
les son innatos. Antes he señalado los aspectos potencialmente positivos de
algunos valores, pero esa potencialidad sólo se hará efectiva si se acompaña de
una crítica al carácter construido de su significado social y político, aquí y
ahora, y por tanto a la asignación de desigualdades a los géneros y sus
brutales manifestaciones en el contexto del neoliberalismo heteropatriarcal.
Si se consideran los valores asociados a una forma de hacer
política como “femeninos”, propios, naturales de las mujeres, se abunda en una
idea hegemónica de feminidad y masculinidad, muy funcional al neoliberalismo
patriarcal con sus privatizaciones, recortes de servicios que tendría que garantizar
el Estado, con sus identidades binarias fuertes, que profundizan las
desigualdades y que, por tanto, dificulta extender y compartir dichos valores.
La solución parece clara, aunque no fácil, se trata de aprovechar las
potencialidades positivas de unos valores y combatir las negativas.
Hay otro componente a considerar: establecer lo
“femenino” como propio de las mujeres supone representar una idea uniforme de
sus experiencias y de su visión del mundo. Sin embargo, su subjetividad también
está mediada, tal y como recoge la perspectiva inclusiva del feminismo, por su
pertenencia a otras clasificaciones sociales que se entrelazan con la de
género, como la de clase, etnia, sexo, edad. Esto explica, por ejemplo, esa
distinta posición de mujeres ante políticas concretas a las que hacía
referencia al inicio del artículo.
Por otro lado, hablar de la ética de los cuidados como
una ética femenina abunda en una mistificación de los cuidados que oculta, sin
pretenderlo, las desigualdades que subyacen en esos trabajos. Desigualdades
entre hombres y mujeres para quienes se trata, en muchos casos, de una
imposición y mandato de género que conlleva la negación de autonomía para las
mujeres y sufrimiento para muchas; invisibiliza las condiciones en que realizan
este trabajo muchas mujeres sin el menor reconocimiento de derechos concretos;
así como la desigualdad entre las propias mujeres en función del estatus migratorio
y que se refleja en las cadenas globales de cuidados. En definitiva, simplifica
su complejidad y dificulta entenderlos y resolverlos.
La economía feminista ha planteado la centralidad de los cuidados
y el bienestar de las personas frente a las necesidades de los mercados, al
tiempo que ha ido ofreciendo una visión compleja de lo que representa el
trabajo de cuidados alertando sobre los problemas de mistificarlo. No se trata sólo
de reconocerlos, de incorporarlos a un discurso políticamente correcto, sino de
garantizar la corresponsabilidad de los hombres y del Estado y garantizar
condiciones de trabajo dignas. Las empleadas de hogar, en su reciente Congreso,
eran muy claras, reclamaban reconocimiento y dignificación de su trabajo y
reconocimiento de derechos laborales de los que hoy carecen. Algo que sería
extensivo para esa gran mayoría de mujeres que realizan trabajo de cuidados con
todo tipo de personas dependientes.
El significado feminista de la política
Carol
Gilligan, en el desarrollo que realizó sobre la ética de los cuidados en los
años 90, planteó la necesaria combinación entre una ética de la justicia (desde
la crítica feminista a su universalismo abstracto) y una ética de los cuidados que
atienda a los dilemas morales que plantea la atención a los demás y a una
misma. Como señala Gloria Marín, hay que buscar el equilibrio entre la
responsabilidad de la relación con las y los otros y la autonomía personal. Un
aspecto central de la propuesta feminista ya que esa dicotomía de éticas está
ligada a la separación de esferas pública y privada y a la construcción de las
desigualdades de género, por lo que la reivindicación de autonomía, desde la
perspectiva feminista, es un componente básico de justicia social.
La feminización de la política no es sólo poner encima de
la mesa “los cuidados”. Si se identifica “feminizar” con lo que aportamos las
mujeres, supondría un reduccionismo alejado de la realidad porque en pleno
siglo XXI nuestras vidas, realidades y experiencias atraviesan, además de la
responsabilidad de los cuidados, a muchos otros ámbitos de la vida que no se
pueden subsumir en los cuidados, tal como se expresa en muchas agendas
feministas.
Por eso feminizar la política requiere mirar a la
interpretación que el movimiento feminista realiza de las necesidades y
propuestas de las mujeres situándolas en el centro de la agenda social,
cultural y política. Es hacer políticas feministas, construir otro significado
de lo que es la política que atienda y relacione lo micro y lo macro, lo
personal y lo político, la sexualidad y el TTIP, las escuelas infantiles y las
pensiones, y a todas las mujeres y personas LGTBI en su diversidad.
En definitiva, es un cambio en la propia idea de
política, muchas veces identificada sólo como política institucional. Desde el
movimiento feminista se trata de poner en marcha procesos que cambien esa
hegemonía cultural, que apunten a prácticas no hegemónicas de organizar nuestra
convivencia, con criterios no simplificadores de lo que es la justicia social y
lo común, que obviamente, implica una transformación radical de la sociedad.
Y si se quiere englobar todo esto en la “feminización de la
política” ¡pues feminicemos todas y todos para enfrentarnos al neoliberalismo
heteropatriarcal”. La ética explicita valores comunes para todas las personas
como sujetos múltiples y diversos incluidos en una red de relaciones, con la
responsabilidad que de ello se deriva. Por eso no deberíamos cargarnos las
mujeres con un nuevo mandato social, el de “feminizar” la política o el mundo.
No nos corresponde a nosotras, corresponde a todas y todos.
Notas
*
Integrante de la Asamblea Feminista de Madrid y forma parte del Consejo Asesor
de la Revista Viento Sur. Artículo tomado de la Revista Viento Sur
vientosur.info /spip.php?article11970#sthash.AF3ugYbN.dpuf
1. 15M se
refiere al inicio del movimiento de los indignados en España a raíz de la
manifestación del 15 de mayo de 2011.
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