La nación mexicana y muchos de sus habitantes vivimos y vimos cómo se empezó a perder la vergüenza y el pudor en los años 70, época de las represiones sin cuartel; en los años 80 perdimos el salario y nos copó la palabra crisis. En 1984 pude documentar como se cerró una empresa cada tres días y hubo miles y miles de despidos. Se fracturó el aparato productivo, se abrieron las fronteras para las importaciones más sorprendentes y nunca más se recuperó un milímetro de alegría en el campo. Y, sin embargo, no oímos de hambruna.
Dicen que en su despacho de ministro, como de la época de Don Porfirio Díaz, Pedro Aspe, Secretario de Hacienda y Crédito Público, en 1989 decía que los mexicanos aguantábamos cualquier cosa, teníamos un colchón económico, redes familiares solidarias, costumbres y una cultura de idiotez, que aseguraba el éxito del proyecto salinista de “modernización”.
Obreros y campesinos no protestarían, ni clases medias, sostenía Aspe. Y eso lo fundaba en su convicción de que en todas las casas se comían frijoles, mismos que rendían mucho con un poco de agua y combinados con las tortillas quitaban el hambre y las ansias de protestar. Pero, sobre todo, recuperaban la energía. Era como una inyección de sangre.
Frijoles. Negros bien aguados. Ricos, abundantes. Decía mi madre que habiendo frijoles en una casa, no hacía falta nada.
En México se cultivan 70 variedades de esa leguminosa y dice doña Edelmira Linares, del Jardín Botánico de la UNAM, que los frijoles tienen el doble de proteínas que los cereales; además tienen hierro – la vitamina para la sangre- y con el maíz, hacen una cadena proteica, que ha impedido la hambruna, aún en las peores épocas.
Tal vez por ello me ha parecido tan cruel, tan terrible, en medio del ventarrón económico que estamos viviendo, una noticia doble: el frijol ha subido de precio hasta el 60 por ciento en el último año y al mismo tiempo se ha reducido su producción de la que dependen 570 mil campesinos mexicanos. Eso, dicen los especialistas, como resultado del tema agropecuario del Tratado de Libre Comercio que acaba de cumplir un año en operación.
La información, además, señala que lo más sorprendente no es que se roben por los caminos trenes completos de maíz sino que hay un asalto semanal a trailers que transportan frijoles. Un robo que también se atribuye al crimen organizado. Porque se supone que es un producto de venta inmediata, sin mayor trámite, cada tonelada cuesta 18 mil pesos. Un trailer suele transportar 10 toneladas. Negocio redondo.
Pero me preocupa más que sea por hambre. Me preocupa su precio, su escasez, la desgracia de que el frijol, de origen mexicano, que dio al mundo una leguminosa llena de fibra, de proteínas, que combate la anemia, que se repartía barato en las tiendas Consaupo en los años 60, tiendas de las que había una a la vuelta de cada casa en el Distrito Federal, resulta ahora un artículo de lujo. El último pedacito del colchón a que se refirió Aspe. Ya no habrá nada más después de que eso sea imposible de comer y conseguir.
Me preocupa la indiferencia como se van acumulando las notas del desastre económico. Me asusta que ya ni siquiera haya frijoles para enfrentar lo que viene. Que, de acuerdo con el genio económico de Immanuel Wallersteini, todavía no vemos ni una punta de lo que será esta etapa de la crisis del capitalismo, que en tiempos electorales se combinará con populismo y proteccionismo para mitigar lo duro de la falta de todo y de la escasez del dinero. Lo dijo el día que subió el dólar a más de 15 pesos.
Y si ello no es suficiente, pienso en que ya ni frijoles habrá para nada, ni para nadie en un país que perdió la vergüenza, que está a punto de perder su historia, que no puede sino tener discursos vacíos de igualdad social, igualdad entre los sexos, cuando no hay nada o muy poco qué repartir de bienestar, de alegría, de esperanza, donde los líderes políticos piensan que alguien los va a escuchar.
Al despuntar marzo de 2009, 99 años después de que Clara Zetkin nos llamó, a las mujeres a unirnos por el derecho al trabajo, la sindicalización y un salario digno, me pregunto si tenemos fuerza para salvar los cultivos de frijol, en esos campos militarizados de México, de guerra sin fin, de ejecutados y muertos. Donde a la tristeza ya no se la calma con nada.
No podemos hablar de igualdad, ni de espacios políticos para las mujeres, si como dice mi madre, no habrá frijoles para comer y empezarán a contarse historias de hambruna.
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