Elizabeth Maier
En un país cuya historia moderna se escribió con la sangre de las disputas por el Estado laico y su oferta de diversidad religiosa y cívica, la visita del Papa en tiempos pre-electorales levanta sospechas en torno a sus intenciones políticas. En términos simbólicos, las fechas y geografías de la visita papal parecen configurar una transgresión de las restricciones electorales, aun cuando el jefe del Estado Vaticano no hable específicamente de las elecciones ni de la política que enmarca la relación entre el Estado e iglesias. Los tiempos son eminentemente políticos. Su recorrido por la zona y los emblemas cristeros remarca la disputa por la naturaleza del Estado mexicano y resignifica la historia.
Revisitar ahora las heridas de la historia sangrienta que definió el carácter laico del Estado revolucionario, con reforma en mano del artículo 24 de la Constitución -aprobada la semana pasada- y la cual obsequia a la religión el espacio público y el derecho de objetar a las leyes por razones de conciencia religiosa, habla de la institucionalidad tambaleante de la posmodernidad industrial, de su individualización y la pérdida de sus viejas funciones. En particular, al Estado-nación se le desdibuja las fronteras precisas de su identidad nacional y los márgenes de separación laica con la religión, lo que definió su carácter moderno. De tal manera, en el contexto de la reforma constitucional, la visita de Benedicto XVI a los sitios históricos de disputa del laicismo mexicano marca su resignificación en espacios simbólicos de una nueva evangelización religiosa. Y celebra la anticipación del fin del Estado laico.
Por otro lado, con la desarticulación de las bases de todos los partidos políticos que aconteció a raíz de la reorganización económica, social y cultural inherente al modelo neoliberal globalizado, la Iglesia católica aparece ante los ojos de nuestras figuras políticas como una de las pocas fuentes de legitimación. Se esmeran por compartir el escenario con el jerarca del vaticano en espera del capital político de los fieles católicos, sin necesariamente considerar que su presencia legítima un nuevo modelo de Estado, donde la religión juega un papel mucho más determinante en la vida ciudadana, cívica y política. Estamos frente a una dialéctica de legitimación entre actores huérfanos de legitimidad por distintas razones. La Iglesia resiente los efectos de los escándalos pederastas y la pérdida de adeptos por sus políticas sexuales y reproductivas pre modernas y los partidos políticos se desvinculan de sus bases y diluyen sus definiciones ideológicas.
Dentro de este contexto se sitúa la disputa por la definición de la familia y el control de los medios de reproducción, o sea, los cuerpos –vidas y almas- de las mujeres. Las declaraciones del vocero del Vaticano señala que el objetivo de Benedicto XVI es resaltar los temas de defensa de la vida desde la concepción, la familia y el matrimonio entre el hombre y la mujer; además de la libertad religiosa que, en este caso, sustenta conceptualmente al único y excluyente modelo de familia de orientación patriarcal propuesta por la Iglesia católica. De tal manera, otra dialéctica entre el Estado y la familia se vuelve el eje de la disputa actual por definir el modelo social de la era posindustrial, siendo que el primero garantiza la naturaleza del segundo y el segundo reproduce el carácter del primero.
El paulatino desdibujamiento del Estado laico mexicano hace temer por el futuro de su histórico compromiso con los derechos de las mujeres, especialmente con los derechos reproductivos y sexuales; compromiso obligado por múltiples convenios internacionales. Las leyes en 17 estados de la República a favor del derecho a la vida desde la concepción –aprobadas en cascada después de la legalización del aborto en el D.F. durante las primeras doce semanas de embarazo- constatan dicha inherencia de la religión en asuntos de política pública y la renuncia de la Federación a cumplir con los acuerdos internacionales. Asimismo, interrogan los fallos de la Suprema Corte que han sustentado dichos derechos y validado los derechos de las minorías sexuales, poniendo así en entredicho a otro nivel de la propia institucionalidad del Estado. De tal manera, los interrogantes del momento parecen ser ¿cómo interrumpir la dialéctica de la mutua legitimación entre políticos e iglesias en perjuicio de los derechos de las y los ciudadanos? Y ¿cómo asegurar la vigencia del Estado laico sin la coherencia de las instituciones que le dieron contexto y forma en la temprana modernidad?
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