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C, quien tenía nueve años de edad, llegó en el 2007 a vivir al Distrito Federal e ingresó al cuarto año de primaria cuando el ciclo escolar ya estaba iniciado. A los cuatro días de haber llegado a su nueva escuela, dos niños de diez y once años le tocaron las nalgas. Ella los denunció de inmediato con su familia y en la escuela. Mientras la maestra les llamaba la atención, los agresores portaban un rostro de profundo arrepentimiento y tristeza. C, conmovida, preguntó a una de sus compañeritas de salón de clases, si había hecho bien o mal al denunciar. La respuesta fue: “Imagínate, tú los aguantaste cuatros días, nosotras llevábamos todo el año aguantándolos”.
Sin embargo, en la reunión mensual de madres de familia, cuando se tocó el tema, las voces de las madres de los varones justificaban: “Las niñas son unas llevadas, las niñas los provocan”.
A C no volvieron a tocarla, pero sí a susurrarle algunos insultos y apodos. La violencia en el salón fue creciendo al grado de que ya tres o cuatro chicos rodeaban a una niña para aislarla y le tocaban el cuerpo. Ninguna denunció.
Luego, vino una revista pornográfica, objeto con el cual se acercaban varios niños hacia las niñas, para preguntarles si sabían masturbarse. El tono de la pregunta era el mismo que si fuese utilizado de un hombre adulto a una mujer podría usarse para denunciar acoso sexual. Las madres de estos chicos hablaron de un natural período de curiosidad sexual, la agresión hacia las niñas era un tema muy secundario.
En el siguiente ciclo escolar hubo un cambio de maestra. Se dijo que era necesaria una mano más firme para tener controlados a muchachos tan problemáticos. La nueva maestra los llenó de trabajos y tareas, los mantenía ocupados todo el tiempo en la escuela y en la casa. Hojas y hojas llenas de trabajos para entregar. Los padres y madres de familia estaban contentos con los niños y niñas agotados todo el tiempo. Sin embargo, las agresiones a las niñas no se detuvieron. La práctica se extendió: “Mamá, no puedo decirle a la maestra, Oscar es el más aplicado del salón, el consentido y además ni van a decirle nada”. En efecto, la consigna continúo: La culpa es de la niñas, para qué se llevan, por qué no se dan a respetar.
¿Qué es darse a respetar? Es una obligación que el discurso actual asienta sobre los hombros de las niñas en donde se espera que en su interacción con los niños sean tranquilas, amables, que no empleen palabras inadecuadas, que no tengan juegos bruscos con ellos, que se sienten en forma adecuada, con la espalda erguida y con las piernas juntas; que vistan de determinada forma, no provocativa. Que sean pasivas, que sobre ellas recaiga el peso de evitar cualquier confrontación con los otros. Si una niña no es tranquila ni amable, dice groserías, si juega brusco, se sienta en forma inadecuada, viste de la manera en que su búsqueda de identidad se lo dicta o simplemente no es pasiva, o, por la razón que sea, no cumple con los parámetros marcados por este discurso, entonces se le culpabiliza de cualquier desavenencia que pueda ocurrir. Como si el hablar incorrectamente, sentarse o vestirse como le resulte más cómodo fuera justificación para ser violentada. Lo curioso aquí es que también aquellas que siguen la norma de lo preescrito de todas formas son maltratadas y escuchan el mismo discurso de la provocación. No hay modo de ganar para ellas. Cuando, en realidad, nadie tendría que ganar nada, nadie tendría que esforzarse por obtener un trato decoroso. El respeto es un principio fundamental de convivencia humana. No se trata de “merecerlo”, “conquistarlo”. A ningún joven varón se le mide con el mismo parámetro. Ningún niño es señalado por que usó una palabra inadecuada o vistió ropa corta, nadie lo descalifica con el argumento de que No supo darse a respetar. Ellas tendrían que poder esperar y exigir ser respetadas por el sólo hecho de ser humanas.
Recientemente, una investigación de la Universidad de Huelva, titulada Análisis de la violencia hacia las niñas en la escuela primaria, revela que la mayoría de los agresores son niños y la mayor parte de las víctimas, niñas. “En las entrevistas en profundidad se comprobó que ellas van asumiendo desde niñas el rol de víctimas, tienen que ser sumisas; mientras que los niños, ante un problema, responden: pego a quien sea”, explicó Emilia Moreno Sánchez, directora del trabajo[1].
Sobre los datos anteriores obtenidos en España, cabe acotar que, de acuerdo con la investigadora Carmen Castillo Rocha[2], los niveles de maltrato entre estudiantes –incluyendo a hombres y a mujeres -, comparados en un estudio realizado en Yucatán, México, presentan niveles más altos que en los estándares españoles.
C cambió de escuela este 2009 para su último ciclo escolar en la primaria. Sin embargo, no cambió de realidad. Como en todas las escuelas de hoy, está presente el bullyng, “un comportamiento prolongado de insulto verbal, rechazo social, intimidación psicológica o agresión física de uno o unos niños hacia otro que se convierte en víctima”[3]. Es un fenómeno duro que convive en un mismo tiempo y espacio con la falta de respeto hacia la diferencia, cualquiera que ésta sea, el color de piel, el peso, la talla, el usar lentes, aparatos ortopédicos o de ortodoncia, cualquier excusa pareciera válida.
Incluso, niñas que agreden a niñas, en un ambiente que constantemente las obliga a rivalizar por el aspecto físico, por calificaciones en asignaturas, por la ropa que portan, por quién resulta más agradable a los ojos de los otros, por quién opaca, por quién humilla, quién demuestra ser mejor que la otra.
No sólo está presente con diferentes matices en el alumnado si no en el propio cuerpo docente. Como el maestro de matemáticas aquel, que obligó al alumno a quitarse la pulsera que portaba porque “es de niñas” y amenazó a todo el grupo con cortarles con tijeras las pulseras a todo aquel niño que las portara, ignorando por completo las leyes en contra de la discriminación y el respeto a la integridad de los jóvenes. O, el que se permitió arrojar a un lado los pupitres para amedrentar a los alumnos. Es decir, el maltrato, la intolerancia sembrada desde las primeras experiencias de socialización para los hombres y mujeres que construirán la realidad más próxima.
A todo ello, es necesario sumar el ambiente general que rodea a las alumnas, camino a la escuela, dentro de la escuela y en el camino de vuelta a sus casas: Palabras obscenas murmuradas o gritadas a voz en cuello al paso de las niñas, por sus compañeros o por hombres de diversas edades que las acosan en las calles, en el transporte público. Palabras que aluden a su sexualidad, palabras que lastiman su autoestima, señalamientos sobre el aspecto de los cuerpos cambiantes de aquellas que apenas están aprendiendo a desenvolverse en la vida diaria. Lo peor, en ocasiones las palabras se tornan en tocamientos indeseables.
Para C, aún en el nuevo plantel, la violencia escolar no termina: el niño que le pidió ser su novia y al cual ella rechazó, la señala, la persigue, le ha puesto apodos. En dos ocasiones le ha hecho ofrecimientos: Dejará de llamarla con sobrenombres, si acepta ser su novia; dejará de hostigarla, si acepta ser su novia.
Situaciones muy parecidas viven otras compañeritas suyas. Las niñas saben ya bien a estas alturas que no pueden recurrir a las autoridades escolares porque, perciben, que no tomarán ninguna acción significativa y que probablemente les repetirán el discurso de que deben darse a respetar. Además, hay familias que todavía las culpabilizan a ellas, las sancionan, las violentan si denuncian lo que les ocurre. Entonces, toman las únicas acciones que están al alcance de niñas de diez, once y doce años: Ellas, a su vez, les gritan insultos, todas la palabras fuertes con que se les ocurre rechazarlos. Intentan patearlos o abofetearlos cuando se les acercan demasiado. También, optan por el correr, escapar, cuando ven aproximarse a quienes les hostilizan.
Las salidas que estas niñas encuentran no son sencillas ni completamente efectivas. Es injusto el que se vean obligadas a correr cuando va hacia ellas el agresor. Dejan la charla con sus amigas, el material de la escuela, el almuerzo para después. Muy probablemente, el vivir en la constante renuncia no es un camino que les siembre fortaleza. Qué elementos de autoconfianza, de supervivencia les estamos facilitando. Hay que preocuparse. Un estudio reciente avisa:"el número de suicidios femeninos se reduciría en un 10% si se eliminara la frecuente victimización escolar de las niñas”.[4]
Por otra parte, la respuesta física puede ser peligrosa. Un ejemplo de ello le ocurrió a V, que también acude a una escuela en el Distrito Federal, a quien en la aglomeración a la hora de la salida del salón de clases, un compañero suyo le tocó las nalgas y ella volteó para abofetearlo. Él la tomó por el cuello y la apretó contra la pared hasta cortarle la respiración. Sólo cuando se asustaron algunos compañeros y compañeras acudieron en la ayuda de V para que fuera liberada. V quedó con las marcas de los dedos del agresor por días.
Las niñas padecen la constante arbitrariedad de quien las violenta, pero además no deben responder porque a partir de ello, ante autoridades, ahí sí, el varoncito será escuchado: “Ella también me insultó, ella me gritó tal cosa, ella me pateó, me arañó”. ¿Ya ven, cómo son ellas las responsables? Generalmente, las autoridades se lavan las manos diciéndoles que se respeten mutuamente. No analizan el trasfondo de estos conflictos, en donde una jerarquía cultural de géneros está presente en estas relaciones agresivas, en estas imposiciones de modos de relacionarse. En donde ser niña o ser niño, todavía, implica distintos accesos al poder cotidiano a protegerse o no, a ceder o no, a ser respetadas o no. Entonces, si denuncian, si no denuncian, si toman su propia defensa verbal o física, si corren, las niñas llevan las de perder.
Aquí podemos citar las consideraciones de Emilia Moreno, junto al profesor Enrique Vélez González, en un artículo publicado por la Red de Investigación Acción Colaborativa.[5] “Educar para formar a la ciudadanía obliga a incluir la perspectiva de género en la educación y cuestionar las construcciones culturales, sociales e históricas que determinan lo masculino y lo femenino. Estas construcciones asimétricas establecen las relaciones de poder dando lugar a la subordinación y la discriminación de la población femenina”.
Es imprescindible tomar medidas, no para luego. Ya durante demasiado tiempo, el que un chico empuje a otro, los apodos, el que una niña insulte a otra, las burlas, o que estudiantes excluyan a otro, han sido vistos como hechos normales y los adultos no hemos intervenido. Igualmente, el que un niño tire del cabello a una niña, rompa o le arrebate un objeto, agreda desde la desigualdad entre hombres y mujeres, se ha naturalizado. El que suceda cotidianamente no lo justifica. Es necesario atajar la violencia antes de que alcance grados más altos. Un ejemplo de las consecuencias posibles: La violencia en nuestro país, cuando llega al nivel de la escuela secundaria, puede alcanzar extremos tales como el secuestro express, la violación y el asesinato[6].
Por supuesto, que no todo es responsabilidad del centro escolar, los niños, las niñas, los jóvenes al llegar a casa y encender la televisión muy probablemente se encontraran con la escena de un hombre que da malos tratos a una mujer y luego ambos se reconcilian porque se aman; al abrir una revista verán el anuncio comercial cuyas imágenes son una oda a la anorexia; prenderán el aparato de sonido y escucharan la música de moda, no sólo el reguetón, toda, con sus consignas misóginas. Más duro aún, quizá también estarán inmersos en familias que repiten y perpetúan modelos patriarcales, que violentan, que restringen.
En efecto, la cotidianidad está construida de violencia hacia las mujeres. Sin embargo, sí podemos incidir en la parte que nos toca. Este llamado es a los maestros y a las maestras frente al grupo, a las directoras, a las mujeres en el sistema educativo, es una invitación a preguntarnos sobre los abusos de poder cultural y social entre hombres y mujeres que estamos fomentando dentro del salón de clases en la educación básica y su relación con la existencia del hombre que nos acosó, que nos gritó insinuaciones sexuales por la calle en el camino para asistir a nuestros espacios laborales ¿Podría ser uno de nuestros alumnos dentro de unos años?
La profesora Emilia Moreno nos sugiere: “Para evitar situaciones violentas en los hombres, hay que empezar por educar a los niños y tratar de no relativizar situaciones conflictivas alegando que son cosas de niños. La violencia machista, desde luego, no lo es”[7].
Vamos a preguntarnos sobre las agresiones hacia las mujeres que ocurren en las calles, en las manzanas alrededor del centro de enseñanza y la permisividad con la que se está fomentando que estos jóvenes maltraten a las jovenas. Teniendo en cuenta que en unos meses, un par de años quizá, estarán fuera del centro educativo, podemos visualizar que la violencia se repetirá afuera. ¿Cuántos casos habrá ante el Ministerio Público que se presentan en una localidad, cuando pudieron haberse detenido tiempo antes por las autoridades escolares que podrían haber mostrado al niño o al joven lo inaceptable de este tipo de violencia?
Qué estamos sembrando al responsabilizar a las niñas que han padecido violencia escolar hacia las mujeres con el discurso de Las llevadas, las que no se dan a respetar que termina en la impunidad hacia el agresor. Un problema que señala la investigadora Carmen Castillo, es la violencia institucional: “las autoridades escolares que, cuando finalmente los estudiantes y familiares exponen sus quejas por abuso, niegan el problema, protegen a los agresores y exponen a la víctima”[8].
Hay un efecto dominó entre la impunidad y la violencia sistémica que resulta en los violadores, golpeadores y asesinos de mujeres y el discurso todavía vigente de “Ellas lo provocaron”…por usar falda, por usar pantalón, por dirigirles la palabra, por no dirigirles la palabra, por estar en la calle de día, por estar en la calle de noche, porque decidió salir a trabajar, porque decidió no salir a trabajar, porque la sopa estaba fría, porque la sopa estaba caliente…porque sí. Son ellas las que lo provocan. Oswaldo Morgan que asesinó a su novia con 25 puñaladas dice que ella lo provocó, ¿Quién provoca recibir 25 puñaladas? El niño que tomó por sorpresa la hoja en donde C estaba anotando el teléfono de otro niño y la rompió en pedazos, dijo que estaba jugando, que así se llevan, aún cuando ella lo negó El niño que besó a O a la fuerza dijo que ella lo había provocado ¿Es tan alejado un camino de otro, o son consecutivos?
Hablar de la educación primaria es recurrir sólo a un ejemplo, la educación en todos sus grados presenta distintas formas de maltrato hacia las niñas y mujeres. Sin embargo, hay un común: Se trata de uno de los espacios donde se asientan con más fuerza las raíces de la violencia hacia las mujeres.
Por supuesto, hacen falta políticas por parte de los Estados y el generar conciencia social sobre la problemática. A docentes y directivos, intervenir en la prevención, y contención de la violencia; enseñar a los y las alumnos a intervenir, a no permitir prácticas de abuso. Es necesario exigirlo, buscarlo y trabajarlo para cambiar los hechos. Sin embargo, mientras tanto, no podemos quedarnos con los brazos cruzados. Maestras, profesoras: Por solidaridad de género, por conciencia de ser mujeres, porque padecemos el mismo techo de cristal en donde, habiendo tantas mujeres preparadas, los puestos de dirección y reconocimiento se dan en mayoría a los varones; porque en nuestra labor cotidiana podemos vivir acoso de padres, trabajadores, otros funcionarios, y hasta de alumnos; por ser mujeres que vivimos en este país injusto para con las mujeres. Por una noción elemental de justicia, no repitamos discursos opresivos contra las nuestras, ni permitamos que las propias alumnas los repitan. Si por ahora las investigaciones sobre la violencia escolar en nuestro país son insuficientes, podemos comenzar a dialogar, a discutir a informarnos, a ensayar formas de construir conocimiento y vida no sexistas. No sembremos en nuestras aulas más tiranía contra las niñas, contra las mujeres, contra nuestras compañeras de hoy y de mañana.
Notas:
[1] Carballar, Olivia. El ‘bullying’ también tiene género. Sevilla, 2008.
http://www.publico.es/espana/123646/bullying/genero
[2] Castillo Rocha Carmen y Pacheco, María Magdalena. Perfil del maltrato entre estudiantes de secundaria en la ciudad de Merida, Yucatán en Revista Mexicana de Investigación Educativa, año/Vol. 13, número 038. Consejo Mexicano de Investigación educativa. Distrito Federal, México. pp.825-842
[3] Matey, Patricia. Las niñas que ha sufrido acoso escolar tienen más riesgo de suicidio que los chicos. El Mundo. Madrid, 2009 http://argijokin.blogcindario.com/2009/03/10246-las-secuelas-del-bullying-tienen-genero.html
[4] Matey, Patricia. Las niñas que ha sufrido acoso escolar tienen más riesgo de suicidio que los chicos. El Mundo. Madrid, 2009 http://argijokin.blogcindario.com/2009/03/10246-las-secuelas-del-bullying-tienen-genero.html
[5] Carballar, Olivia. El ‘bullying’ también tiene género. Sevilla, 2008.
http://www.publico.es/espana/123646/bullying/genero
[6] Castillo Rocha Carmen y Pacheco, María Magdalena. Perfil del maltrato entre estudiantes de secundaria en la ciudad de Mérida, Yucatán en Revista Mexicana de Investigación Educativa, año/Vol. 13, número 038. Consejo Mexicano de Investigación educativa. Distrito Federal, México. pp.825-842[7] Carballar, Olivia. El ‘bullying’ también tiene género. Sevilla, 2008.
http://www.publico.es/espana/123646/bullying/genero
[8] Castillo Rocha Carmen y Pacheco, María Magdalena. Perfil del maltrato entre estudiantes de secundaria en la ciudad de Mérida, Yucatán en Revista Mexicana de Investigación Educativa, año/Vol. 13, número 038. Consejo Mexicano de Investigación educativa
Distrito Federal, México. pp.825-842
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