Lucía
Melgar*
Desde
la despenalización del aborto en la Ciudad de México en 2007, celebrada como un
gran logro del feminismo y de la sociedad civil, se ha ido desarrollando en
México lo que, en mi opinión, es ya una guerra contra las mujeres. En efecto,
16 estados han aprobado modificaciones a sus constituciones y leyes para
“proteger la vida desde la concepción (o fecundación) hasta la muerte natural”,
que ya han sido usadas para acusas a las mujeres que abortan de una aberración
legal como el “homicidio agravado en razón de parentesco” que implica condenas
de 2 años y más. En 2014 quedó en suspenso una posible despenalización del
aborto en Guerrero. Por otra parte, el feminicidio se ha extendido y
agravado a lo largo y ancho del país, la “guerra contra el narco” ha propiciado
brutales formas de violencia contra mujeres y niñas —violaciones tumultuarias ,
trata de personas, y desapariciones. Y, para colmo, la crisis económica ha
deteriorado tanto el ámbito laboral como el sistema de salud y la calidad de
vida en general. Así, pese a ciertos avances en materia legislativa, cuya letra
promueve la igualdad y el derecho a vivir sin violencia, las mexicanas
enfrentan un ambiente por demás hostil.
En este contexto, la creación de una
Comisión ordinaria de “La familia y el desarrollo humano” en el Senado de la
República el año pasado es un golpe más contra las mujeres, las personas no
heterosexuales y cualquiera que no viva conforme a los preceptos de la moral
tradicional. Esa moral, impulsada con particular fervor por el Vaticano, que en
México pretenden instalar en el ámbito público quienes confunden sus creencias
religiosas y personales con la “verdad”, “olvidando” que México es una
República laica y que nuestra sociedad es cada vez más diversa. Lo grave, en
este sentido, no es sólo que el presidente de esta Comisión haya expresado su
intención de actuar contra la “moda” de las familias homoparentales y contra la
despenalización del aborto; resulta indignante también que todos los partidos
hayan sido cómplices en cuanto representantes de todos ellos aprobaron y
aceptaron integrar una instancia discriminatoria, oscurantista desde su nombre
mismo. Así, aunque algunos y algunas legisladoras se deslinden, los partidos
son responsables, de discriminación, imposición de creencias de sesgo
religioso, y violación de preceptos constitucionales. Sin ir más lejos, los
artículos 1ero. y 4to. constitucionales garantizan la igualdad de derechos para
todas las personas y el derecho a elegir libremente la maternidad y el número
de hijos.
Hablar en el siglo XXI de “la
familia”, una, homogénea, idealizada, es desconocer la realidad de las familias
mexicanas, donde menos de la mitad es unidad nuclear tradicional, un cuarto
están encabezadas por mujeres, y van en aumento las familias
homoparentales,(gracias a logros legislativos producto también de importantes
luchas sociales). Hablar de “fortalecer a la familia” no anuncia nada bueno
puesto que suele implicar una visión autoritaria que niega derechos a la
infancia, la juventud y las mujeres, busca preservar la autoridad del
paterfamilias, y le adjudica a la unión heterosexual fecunda la virtud de
“inculcar Valores” . Todo esto cuando la realidad obliga a cuestionar la
”bondad” esencial de las familias en un país con una alta tasa e violencia
familiar y de pareja: por ejemplo, cerca del 50% o más de las mexicanas ha sido
violentada alguna vez por su pareja, según datos oficiales (ENDIREH 2011).
Hablar de “la familia” supone también, como lo explicitara el Senador Martínez,
excluir de la convivencia social “respetable” y sobre todo del ejercicio de sus
derechos civiles y humanos a miles de parejas homosexuales, con o sin hijos e
hijas. Legislar desde esa visión de la vida social sería institucionalizar la
violencia y la injusticia.
En un país donde las leyes y los
discursos correspondieran con las prácticas políticas, ni siquiera habría sido
posible instalar , con dinero público, una instancia legislativa que, como se
deriva del concepto de “familia”, excluye, constriñe y afrenta a más de la
mitad de la sociedad. Si en México esto se ha hecho es, en parte, porque los
grupos conservadores y políticos oportunistas se han ido convirtiendo desde hace
unos años en voceros y cómplices de un estado confesional, el Vaticano, cuya
agenda promueven; y porque gran parte de la clase política sigue creyendo que
los derechos de las mujeres son secundarios y pueden canjearse por otros
“bienes” políticos, ya sean reformas económicas o garantías de impunidad.
A las feministas nos corresponde afrontar con energía
estos embates cada vez más frecuentes. La lista de tareas es larga: desde
revertir las reformas “provida” y sus efectos nefastos y apoyar en cambio las
nuevas propuestas de despenalización como la que se presentó a principios de
año en Coahuila, hasta exigir una política integral contra la violencia de
género. Disolver la Comisión de la familia sería un primer paso contra la
cruzada que se ha desatado contra las mexicanas; pero hay que ir más allá. Lo
que está en juego es la libertad de las mujeres, la viabilidad de una sociedad
diversa y plural , y , en última instancia, la posibilidad de vivir en un país
donde la igualdad y la justicia social no sean palabras vacías.
*
Feminista, profesora e investigadora, integrante de Académicas en Acción
Crítica.
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