por Patricia Karina Vergara Sánchez
“Qué gente tan mal educada
esa que escribe consignas en las paredes
de las calles que no le pertenecen”,
señalan con desprecio
los dueños de la radio y del diario.
“Qué gente tan cobarde”,
ríe bebiendo cerveza el granadero
que hace un par de horas blandió su tolete.
“Aquí no hay muertos”, dice el opresor,
mientras en los hogares velan
a los que han sido asesinados hoy.
“Ni que fuera para tanto”,
le dice él a la que fue herida,
a la que fue traicionada.
“Aquí, nada hay que te pertenezca”,
cuenta sus trece monedas
el macho que vendió a su amante
Pareciera que aquí nadie quedó
intentando reunir los añicos de la fe
Se atreve, el poderoso,
a dictarme silencio.
Me ordena mantenerme callada,
guardar el secreto.
Que no remueva el río,
no sea que salga a flote
el excremento que tiene dentro.
¿Por qué hablar del horror?
¿Porqué remover los escombros?
¿Por qué escribir en las paredes,
en los quicios de las puertas,
en los andenes del tren,
hasta en el pavimento,
con tiza que no renuncia,
que no cansa?
No es que no pueda yo ser feliz,
sólo es que no soporto
que se consienta el cinismo:
“Aquí no ha ocurrido nada”.
Sólo es que no tolero
que nos llamen resentidas, rencorosas.
Que sobren tantos adjetivos,
a quienes saben cómo violentar.
Mientras ellos se apropian
de lo que laboramos,
de lo que construimos,
de lo que soñamos.
Y sonríen brindando con vino blanco.
Que Pinochet muriera en una cama blanda,
que Luis Echeverría esté libre,
que el traidor se divierta vacacionando,
que los policías violadores de Atenco
se hayan llevado una palmada en la espalda,
y las heridas abiertas en Honduras,
en Acteal, en Latinoamérica, las mujeres asesinadas
-por decir nada más de unos cuantos-.
Porque soy tan libre como puedo,
pero no olvido el oprobio.
Porque amo y soy amada,
pero sé quién es el asesino.
Porque tengo hermanas que luchan
y voy a la lucha con ellas.
Porque tengo tanto que no pueden sentir
quienes desprecian la ternura,
como si entendieran de qué se trata.
Por eso, no declaro batallas infames.
No quiero negociar mi nombre.
Ni me alcanzan las medias tintas justificantes
de los que se dicen amantes,
pero son abusadores.
Sin embargo, sé que es tarea impostergable
arar la tierra, acariciar las semillas, sembrar
y creer que otra cosa está naciendo y que será visible
cuando crezca el árbol de justicia;
cuando estas palabras se estampen en sus rostros
como saliva caliente de esta rencorosa, resentida, pequeñita.
Para que les ardan los ojos rojos de ira, rojos de vergüenza.
Para que, por primera vez, sientan qué significa inclinar el rostro.
Para que de una vez entiendan
que para los traidores,
para los maltratadores,
para todos los malditos:
Hay denuncia, que no olvida.
Hay sed, que no perdona.
Hay memoria combativa.
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