Mujeres indígenas
R. Aída
Hernández*
El 16 de febrero de 2002, Valentina Rosendo Cantú, una jovencita
me´phaa de tan sólo 17 años de edad, madre de una pequeña de tres meses, salió
de su casa ubicada en la comunidad de Barranca Bejuco, municipio de Acatepec,
Guerrero, para dirigirse a un arroyo a lavar su ropa. Al igual que todas las
mujeres de su comunidad tuvo que caminar casi una hora para llegar al río, pues
las comunidades de la región carecen de agua entubada. Ese día su cuñada Estela
se ofreció a cuidar de su pequeña hija, pues Fidel su marido se encontraba
cumpliendo con sus responsabilidades comunitarias en la construcción de una
nueva escuela. Valentina nunca imagino que esa tarde su vida cambiaría de
manera tan radical al enfrentarse a la violencia y a la impunidad castrense.
Mientras lavaba, ocho militares la abordaron presentándole una lista de nombres
de presuntos “encapuchados” (como se les denomina en la región a los
integrantes de organizaciones político-militares). Dos de estos soldados,
aparentemente al mando del grupo, al no recibir la respuesta que esperaban,
procedieron a golpearla y violarla.
En
entrevistas posteriores Valentina denunció que la lista de presuntos
“encapuchados” había sido proporcionada a los militares por uno de los caciques
locales con los que su familia tenía problemas por oponerse al cultivo de
enervantes.1 Valentina, al igual que varias mujeres de Barranca
Bejuco, era integrante de la Organización del Pueblo Indígena Me´phaa (OPIM)
organización formada en el 2002 como una respuesta colectiva ante las continuas
violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas.
Un mes
después, el 22 de marzo del mismo año, Inés Fernández Ortega también indígena
me´phaa, de 22 años de edad y compañera de Valentina en el área de mujeres de
la OPIM, fue violada sexualmente por un efectivo del Batallón 41 del Ejército
Mexicano que la agredió dentro de su propia casa con la complicidad de otros
dos militares y frente a sus tres hijos, que en aquel entonces eran menores de
edad. Después de la violación, los soldados se fueron, y se robaron la carne
que estaba secándose en el patio. Junto con este botín insignificante, se
llevaron también la paz de Inés y de su familia, que desde entonces no han
podido dormir tranquilos por el miedo a la violencia militar que sigue asechando
a las comunidades de la región.
Ambas
mujeres recurrieron primero a la asamblea comunitaria para pedir su apoyo en la
denuncia y recibieron un apoyo condicionado, que después les fue retirado por
miedo a las represalias del ejército. Después se acercaron a la justicia del
Estado, a través del Ministerio Público en donde se puso en evidencia el
racismo que permea al sistema de justicia, pues a ambas les fue negado el
derecho a un traductor y fueron atendidas por médicos negligentes que las
trataron con desprecio y que en el caso de Inés terminaron por “perder las
pruebas ginecológicas” que se le hicieron. El desconocimiento de los idiomas
indígenas por parte de los operadores de justicia y el alto nivel de
monolingüismo y analfabetismo entre la población indígena femenina dificulta su
acceso a la justicia. Las experiencias de Inés Fernández Ortega y de Valentina
Rosendo Cantú ante las autoridades del Ministerio Público y, posteriormente,
ante la justicia militar vienen a confirmar la interseccionalidad de exclusiones
de género, raza y clase. Al igual que en la mayoría de las regiones indígenas
de México, los Ministerios Públicos de Ayutla de los Libres y de Acatepec, son
funcionarios mestizos que desconocen los idiomas indígenas hablados en la
región (el mepha’a y el tu’un sávi o mixteco) y no cuentan con el apoyo de un
intérprete o traductor, por lo que Inés Fernández solicitó el apoyo de la Sra.
Obtilia Eugenio, dirigente de la OPIM, para poner la denuncia. En las
entrevistas realizadas tanto a Inés como a Valentina ambas nos relataron el mal
trato y la falta de interés por parte de las autoridades judiciales ante su
denuncia, quienes determinaron que no eran competentes para investigar la
violación ya que las personas que presuntamente habían cometido el hecho
delictuoso pertenecían al ejército mexicano, por lo que decidieron turnarlo al
Ministerio Público militar.
Esta
violación a sus derechos lingüísticos y culturales, no es sólo producto de la
falta de personal y capacitación que posibilite un mayor acceso a la justicia
por parte de los pueblos indígenas, sino que va aunada a un trato denigrante y
racista por parte de los funcionarios públicos, que en muchos sentidos
reproduce las jerarquías raciales que marcan a la sociedad mexicana en su
conjunto. En el caso de las mujeres indígenas, este racismo estructural que
reproducen las instituciones del Estado, se ve profundizado por la
discriminación de género, que muchas veces las re-victimiza al tratar los casos
de violencia sexual con una falta de sensibilidad que toma la forma de
violencia simbólica. Este es el caso del médico legista que en un primer
momento intentó dar fe de la violación de Inés Fernández, quien ante la
solicitud de ella de que fuera una doctora la que hiciera la revisión le
respondió “Que importa que te revise un hombre, ¿acaso fueron mujeres las que
te violaron”.2
Durante diez
años, Inés y Valentina recorrieron los caminos de la Costa Chica buscando
justicia, enfrentándose al racismo y a la misoginia de funcionarios públicos.
Durante este vía crusis ambas
mujeres debieron enfrentar amenazas de muerte, críticas comunitarias, tensiones
familiares, que en el caso de Valentina culminaron con el abandono de su esposo
y en el caso de Inés con el asesinato de su hermano Lorenzo, quien había sido
su principal apoyo en el proceso de denuncia y quien fue torturado y asesinado
por “desconocidos”.
Salir a
reclamar justicia, implicó para Inés dejar muchas veces a sus hijos a cargo de
Nohemí, su hija mayor, que era apenas una pre-adolescente y que tuvo que
superar sus miedos para asumir las responsabilidades familiares mientras sus
padres viajaban a la cabecera municipal de Ayutla de los Libres, a Tlapa, a
Chilpancingo, o a Washington. Valentina por su parte, tuvo que abandonar su
casa, su familia, su milpa, al dejar Barranca Bejuco tras diversas amenazas de
muerte por parte de grupos paramilitares vinculados con el ejército.
En sus
búsquedas de justicia ambas mujeres fueron construyendo redes de solidaridad y
encontraron aliados que las han acompañado durante estos diez años como los
integrantes del Centro de Derechos Humanos de Tlachinollan, las Brigadas de
Paz, el equipo de Amnistía Internacional en México, entre otros. Con algunos de
ellos cruzaron las fronteras nacionales rumbo a Washington para presentar sus
casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para finalmente
llevarlos a la Corte Interamericana de
Derechos Humanos en el 2010.
Las
identidades culturales y la historia regional han marcado la manera específica
en que ambas mujeres vivieron la violación y su posterior búsqueda de justicia.
Tanto Valentina como Inés habían empezado a organizarse en torno a sus derechos
y los de sus pueblos, y sus violaciones son interpretadas y vividas por ellas y
por sus familias a la luz de una memoria histórica que vincula la presencia del
ejército con la violencia y la impunidad que se vive en la región desde la
década de los setenta del siglo pasado, a raíz de la llamada “guerra sucia”. A
esta historia se unen las memorias más recientes de la masacre de El Charco, en
1998, precisamente en el municipio de Ayutla de los Libres, en donde tienen sus
oficinas centrales la OPIM. Es en el marco de esta historia reciente, que las
violaciones sexuales y la tortura han sido vividas como parte de un continuum de violencia que ha marcado la relación de
los pueblos indígenas de la región con las fuerzas armadas mexicanas.
Como perito
cultural tuve la posibilidad de elaborar un peritaje que fue presentado en la
audiencia pública convocada por la Corte Interamericana con el fin de ilustrar
a los jueces sobre el impacto comunitario que tuvo la violencia sexual hacia
Inés Fernández Ortega.3
Ahora entiendo que la necesidad de un peritaje de este tipo surgió no sólo de
los representantes legales, sino de la propia Inés, quien desde el inició de
este proceso ha insistido en que su violación es parte de una serie de
agresiones contra su pueblo y su organización y, que por lo mismo, no puede ser
tratada de manera aislada. Su convicción obligó a sus abogados a justificar ante
la Corte la demanda de reparaciones comunitarias ante un caso de violación
sexual individual, estrategia legal que no se había utilizado antes ante esa
instancia de justicia internacional. Fue por la firme decisión de Inés
Fernández de utilizar la Corte como un espacio de denuncia para toda una cadena
de violencias de la que su violación era únicamente un eslabón, que fue
necesario elaborar el peritaje antropológico que me dio el privilegio de
conocer a estas mujeres de quienes sigo aprendiendo cada día.
En el informe pericial que
realicé conjuntamente con Héctor Ortiz Elizondo, mostramos a través de
testimonios, que la violencia sexual se ha vivido como una experiencia que
afectó a toda la comunidad pues para el pueblo me´phaa, lo individual y lo colectivo
se encuentran estrechamente vinculados, por lo cual las experiencias de
violencia que sufre un individuo son vividas como una afrenta hacia la
comunidad en su conjunto, que trae aparejada un desequilibrio en la estabilidad
colectiva. Este desequilibrio se expresa incluso a nivel nosológico, pues los
sucesos que causan dolor se manifiestan en una enfermedad llamada “gamitú” o susto que ha afectado a varias de las mujeres cercanas a Inés. Sólo la
justicia y la seguridad de que estos eventos no se van a repetir pueden
re-establecer el equilibrio en la comunidad. Una de las mujeres entrevistadas
me decía al respecto: “Mientras no haya justicia nuestros espíritus no están
tranquilos, hay mucho miedo y no podemos dormir tranquilas, porque sabemos que
si no se castiga lo que hicieron los ‘guachos’, lo pueden volver a hacer. La
falta de justicia produce “va
jui y garmitú”.4
Reflejo de
este sentido comunitario es que la mayoría de las reparaciones del daño
solicitadas por Inés y Valentina a la Corte no son sólo para su beneficio
personal, sino que incluyen a las niñas y mujeres de su organización y su
comunidad. Los testimonios y el accionar de estas mujeres nos hablan de
experiencias que no son vividas como afrentas personales, sino como parte de un
continuum de violencia que ha venido afectando a sus
pueblos y a sus organizaciones, por lo que la justicia que claman no se limita
al encarcelamiento de sus agresores, sino que incluye la desmilitarización de
sus regiones, el alto a la impunidad, las reformas legislativas que permitan un
verdadero acceso a la justicia para las mujeres, en general, y para las mujeres
indígenas de manera específica.
El 30 y 31
de agosto del 2010 la CoIDH emitió las sentencias de ambos casos declarando al
Estado mexicano responsable de “violencia institucional castrense” en contra de
las dos dirigentes indígenas. El fallo de la Corte fue en sí mismo reparador,
pues después de tantos años de espera reconoció finalmente la legitimidad de
las denuncia de Inés y Valentina.
Las sentencias están integrada por 16 y 17
resolutivos respectivamente, en los que los jueces demandan que se efectúen
reparaciones en el ámbito de la justicia castigando a los culpables, reconociendo públicamente las responsabilidades
del Estado, modificando e implementando políticas públicas que promuevan y
faciliten el acceso a la justicia para mujeres indígenas e impulsando
reparaciones de alcance comunitario como la construcción de un centro de
derechos de las mujeres y un albergue escolar, en el caso de Inés y el mejoramiento
del Centro de Salud de Caxitepec, en el caso de Valentina; promoviendo reformas
legislativas que limiten el fuero militar y establezca que en las violaciones a
los derechos humanos cometidas por militares, deben de ser juzgadas por el
fuero civil; otorgando apoyos en educación a las hijas de Inés y Valentina,
atención médica y psicológica para ellas y sus familias; así como la
indemnización monetaria para ambas y familiares cercanos que fueron afectados
por la violencia.5
A pesar de
mi escepticismo por la poca importancia que se le había dado al peritaje
cultural en los alegatos orales del juicio, la sentencia nos mostró que poco a
poco el derecho internacional empieza a integrar el contexto cultural en su
manera de interpretar los derechos humanos de los pueblos indígenas. Si bien es
cierto que ya en varios casos anteriores la Corte había demandado reparaciones
comunitarias, siempre se había tratado de afectaciones colectivas a pueblos o
comunidades,6 esta era la
primera vez que un caso de violación a los derechos humanos de una persona se
demandaba reparaciones comunitarias. La preocupación de Inés porque su caso se
juzgara en el marco de una historia de violencia, parecía encontrar
parcialmente respuesta en esta Sentencia.
Sin embargo,
a casi tres años de que las sentencias de la Corte fueran emitidas (mayo 2013),
el Estado sigue sin encontrar y castigar a los culpables, y continúan sin
cumplirse la mayoría de las medidas de reparación. Sólo se han cumplido, fuera
del plazo establecido, con el mandato de publicación de la Sentencia, el
reconocimiento público de responsabilidades y, sólo en forma parcial y también
tardía, con algunas de las medidas de indemnizaciones, gastos y costos.
Se trata de
un momento político lleno de contradicciones en Guerrero, a la par de que los
procesos de militarización y paramilitarización continúan en la región, no
podemos negar que la Sentencia ha posibilitado el fortalecimiento de la OPIM y
de manera más específica el liderazgo de Inés a nivel local. El proceso posterior a la Audiencia en la
Corte, les ha permitido a Inés y Valentina y a las mujeres integrantes de la
OPIM, reunirse y reflexionar colectivamente sobre las raíces de la violencia
que ha afectado sus vidas y las de sus hijas y sobre las estrategias necesarias
para desarticularla. Sus voces se han multiplicado en las voces de las mujeres
de su organización, quienes han llevado sus experiencias a Washington, a
España, a Cuetzalan, Puebla, a la Policía Comunitaria de Guerrero, a Tlaxcala,
a distintos foros del Distrito Federal, en los que han denunciado el uso de la
violencia sexual como forma de tortura y el impacto de la militarización en la
Montaña y en la Costa Chica de Guerrero.
Es gracias
al esfuerzo y al valor para reclamar justicia de Inés Fernández y Valentina
Rosenda Cantú, que junto con Tita Radilla, hija del dirigente campesino
asesinado durante la “guerra sucia”,7
lograron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos fallara en contra
del Estado mexicano obligándolo a
modificar el Código de Justicia
Militar, consiguiendo limitar a la jurisdicción castrense. A partir de estos
casos históricos las violaciones a los derechos humanos cometidas por
militares, no podrán ser juzgadas por ministerios públicos militares, sino que
deberán pasar a la justicia civil. En el actual contexto de militarización en
nombre de la “guerra contra el narcotráfico” resulta fundamental que los
militares no puedan ocultar con sus redes de complicidades las violaciones a
los derechos humanos.8
Si el uso de la violencia sexual como forma de tortura tenía como
propósito aterrorizar y desmovilizar a las mujeres, es evidente que los poderes
obscuros que están detrás de las estrategias contrainsurgentes, no tomaron en
cuenta el valor y la solidaridad comunitaria de las mujeres de la OPIM. Más que
acabar con la dirigente indígena, lo que vemos es el surgimiento de nuevas
defensoras de los derechos de las mujeres, que al igual que Inés y Valentina,
levantan sus voces no para denunciar una experiencia de violencia personal, sino
para demandar justicia para todas las mujeres, para los niños, las niñas, los
jóvenes, hombres y ancianos que están viendo su vida afectada por la militarización y la violencia de las fuerzas
de seguridad.
* Antropóloga feminista
investigadora del CIESAS e integrante de la Red
de Feminismos Descoloniales.
Notas a pie
1. Informe Pericial sobre el Caso de Valentina Rosendo Cantú
elaborado por Héctor Ortiz Elizondo, abril 2009.
2. Entrevista a
Inés Fernández, marzo 13, 2009.
3. El Informe Pericial se
publicó íntegro en el Boletín del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales
intitulado Peritaje Antropológico en
México. Reflexiones teórico-metodológicas y Experiencias México, 2012. He
analizado todo el proceso de litigio
internacional y realizado una etnografía de la audiencia en la CoIDH, en el
capítulo intitulado “Entre la justicia comunitaria y el litigio internacional:
El Caso de Inés Fernández ante la Corte Interamericana” como parte del proyecto
Mujeres y derecho en América Latina: justicia, seguridad y
pluralismo legal, Coordinado por Rachel
Sieder (CIESAS-Universidad de Bergen/Noruega).
4. Entrevista a María Sierra
Librada, Barranca Tequani, marzo 15 del 2009.
5. Ver Sentencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos: Caso Fernández Ortega y Otros vs. México, 30 de agosto del 2010 y Sentencia de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos: Caso Rosendo Cantú y Otros vs. México. 31
de agosto del 2010.
6. Ver Caso Masacre Plan de Sánchez vs. Guatemala. Reparaciones y Costas. Sentencia
de 19 de noviembre de 2004. Serie C No. 116, párr. 86, y Caso de la Comunidad Moiwana Vs. Surinam. Excepciones
Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 15 de junio de
2005. Serie C No. 124, párr. 194.
7. Rosendo
Radilla fue un destacado líder social
del municipio de Atoyac de Álvarez, Guerrero, quien trabajó por la salud y
educación de su pueblo y quien fungió como presidente Municipal. El 25 de
agosto de 1974, lo detuvieron ilegalmente en un retén militar y fue visto por
última vez en el Ex. Cuartel Militar de Atoyac de Álvarez, Guerrero. Treinta y
cuatro años después, su paradero sigue siendo desconocido. Su hija Tita Radilla
llevó el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos obteniendo una
sentencia condenatoria contra el Estado mexicano.
8. Esta reforma constitucional
aún no se logra instaurar por la resistencia de los poderes militares.
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