miércoles, 13 de noviembre de 2013

Valentina e Inés ante la violencia institucional castrense.



Mujeres indígenas

R. Aída Hernández*

 El 16 de febrero de 2002, Valentina Rosendo Cantú, una jovencita me´phaa de tan sólo 17 años de edad, madre de una pequeña de tres meses, salió de su casa ubicada en la comunidad de Barranca Bejuco, municipio de Acatepec, Guerrero, para dirigirse a un arroyo a lavar su ropa. Al igual que todas las mujeres de su comunidad tuvo que caminar casi una hora para llegar al río, pues las comunidades de la región carecen de agua entubada. Ese día su cuñada Estela se ofreció a cuidar de su pequeña hija, pues Fidel su marido se encontraba cumpliendo con sus responsabilidades comunitarias en la construcción de una nueva escuela. Valentina nunca imagino que esa tarde su vida cambiaría de manera tan radical al enfrentarse a la violencia y a la impunidad castrense. Mientras lavaba, ocho militares la abordaron presentándole una lista de nombres de presuntos “encapuchados” (como se les denomina en la región a los integrantes de organizaciones político-militares). Dos de estos soldados, aparentemente al mando del grupo, al no recibir la respuesta que esperaban, procedieron a golpearla y violarla.

En entrevistas posteriores Valentina denunció que la lista de presuntos “encapuchados” había sido proporcionada a los militares por uno de los caciques locales con los que su familia tenía problemas por oponerse al cultivo de enervantes.1 Valentina, al igual que varias mujeres de Barranca Bejuco, era integrante de la Organización del Pueblo Indígena Me´phaa (OPIM) organización formada en el 2002 como una respuesta colectiva ante las continuas violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas.
Un mes después, el 22 de marzo del mismo año, Inés Fernández Ortega también indígena me´phaa, de 22 años de edad y compañera de Valentina en el área de mujeres de la OPIM, fue violada sexualmente por un efectivo del Batallón 41 del Ejército Mexicano que la agredió dentro de su propia casa con la complicidad de otros dos militares y frente a sus tres hijos, que en aquel entonces eran menores de edad. Después de la violación, los soldados se fueron, y se robaron la carne que estaba secándose en el patio. Junto con este botín insignificante, se llevaron también la paz de Inés y de su familia, que desde entonces no han podido dormir tranquilos por el miedo a la violencia militar que sigue asechando a las comunidades de la región.
Ambas mujeres recurrieron primero a la asamblea comunitaria para pedir su apoyo en la denuncia y recibieron un apoyo condicionado, que después les fue retirado por miedo a las represalias del ejército. Después se acercaron a la justicia del Estado, a través del Ministerio Público en donde se puso en evidencia el racismo que permea al sistema de justicia, pues a ambas les fue negado el derecho a un traductor y fueron atendidas por médicos negligentes que las trataron con desprecio y que en el caso de Inés terminaron por “perder las pruebas ginecológicas” que se le hicieron. El desconocimiento de los idiomas indígenas por parte de los operadores de justicia y el alto nivel de monolingüismo y analfabetismo entre la población indígena femenina dificulta su acceso a la justicia. Las experiencias de Inés Fernández Ortega y de Valentina Rosendo Cantú ante las autoridades del Ministerio Público y, posteriormente, ante la justicia militar vienen a confirmar la interseccionalidad de exclusiones de género, raza y clase. Al igual que en la mayoría de las regiones indígenas de México, los Ministerios Públicos de Ayutla de los Libres y de Acatepec, son funcionarios mestizos que desconocen los idiomas indígenas hablados en la región (el mepha’a y el tu’un sávi o mixteco) y no cuentan con el apoyo de un intérprete o traductor, por lo que Inés Fernández solicitó el apoyo de la Sra. Obtilia Eugenio, dirigente de la OPIM, para poner la denuncia. En las entrevistas realizadas tanto a Inés como a Valentina ambas nos relataron el mal trato y la falta de interés por parte de las autoridades judiciales ante su denuncia, quienes determinaron que no eran competentes para investigar la violación ya que las personas que presuntamente habían cometido el hecho delictuoso pertenecían al ejército mexicano, por lo que decidieron turnarlo al Ministerio Público militar.
Esta violación a sus derechos lingüísticos y culturales, no es sólo producto de la falta de personal y capacitación que posibilite un mayor acceso a la justicia por parte de los pueblos indígenas, sino que va aunada a un trato denigrante y racista por parte de los funcionarios públicos, que en muchos sentidos reproduce las jerarquías raciales que marcan a la sociedad mexicana en su conjunto. En el caso de las mujeres indígenas, este racismo estructural que reproducen las instituciones del Estado, se ve profundizado por la discriminación de género, que muchas veces las re-victimiza al tratar los casos de violencia sexual con una falta de sensibilidad que toma la forma de violencia simbólica. Este es el caso del médico legista que en un primer momento intentó dar fe de la violación de Inés Fernández, quien ante la solicitud de ella de que fuera una doctora la que hiciera la revisión le respondió “Que importa que te revise un hombre, ¿acaso fueron mujeres las que te violaron”.2
Durante diez años, Inés y Valentina recorrieron los caminos de la Costa Chica buscando justicia, enfrentándose al racismo y a la misoginia de funcionarios públicos. Durante este vía crusis ambas mujeres debieron enfrentar amenazas de muerte, críticas comunitarias, tensiones familiares, que en el caso de Valentina culminaron con el abandono de su esposo y en el caso de Inés con el asesinato de su hermano Lorenzo, quien había sido su principal apoyo en el proceso de denuncia y quien fue torturado y asesinado por “desconocidos”.
Salir a reclamar justicia, implicó para Inés dejar muchas veces a sus hijos a cargo de Nohemí, su hija mayor, que era apenas una pre-adolescente y que tuvo que superar sus miedos para asumir las responsabilidades familiares mientras sus padres viajaban a la cabecera municipal de Ayutla de los Libres, a Tlapa, a Chilpancingo, o a Washington. Valentina por su parte, tuvo que abandonar su casa, su familia, su milpa, al dejar Barranca Bejuco tras diversas amenazas de muerte por parte de grupos paramilitares vinculados con el ejército.
En sus búsquedas de justicia ambas mujeres fueron construyendo redes de solidaridad y encontraron aliados que las han acompañado durante estos diez años como los integrantes del Centro de Derechos Humanos de Tlachinollan, las Brigadas de Paz, el equipo de Amnistía Internacional en México, entre otros. Con algunos de ellos cruzaron las fronteras nacionales rumbo a Washington para presentar sus casos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, para finalmente llevarlos a la Corte  Interamericana de Derechos Humanos en el  2010.
Las identidades culturales y la historia regional han marcado la manera específica en que ambas mujeres vivieron la violación y su posterior búsqueda de justicia. Tanto Valentina como Inés habían empezado a organizarse en torno a sus derechos y los de sus pueblos, y sus violaciones son interpretadas y vividas por ellas y por sus familias a la luz de una memoria histórica que vincula la presencia del ejército con la violencia y la impunidad que se vive en la región desde la década de los setenta del siglo pasado, a raíz de la llamada “guerra sucia”. A esta historia se unen las memorias más recientes de la masacre de El Charco, en 1998, precisamente en el municipio de Ayutla de los Libres, en donde tienen sus oficinas centrales la OPIM. Es en el marco de esta historia reciente, que las violaciones sexuales y la tortura han sido vividas como parte de un continuum de violencia que ha marcado la relación de los pueblos indígenas de la región con las fuerzas armadas mexicanas.
Como perito cultural tuve la posibilidad de elaborar un peritaje que fue presentado en la audiencia pública convocada por la Corte Interamericana con el fin de ilustrar a los jueces sobre el impacto comunitario que tuvo la violencia sexual hacia Inés Fernández Ortega.3 Ahora entiendo que la necesidad de un peritaje de este tipo surgió no sólo de los representantes legales, sino de la propia Inés, quien desde el inició de este proceso ha insistido en que su violación es parte de una serie de agresiones contra su pueblo y su organización y, que por lo mismo, no puede ser tratada de manera aislada. Su convicción obligó a sus abogados a justificar ante la Corte la demanda de reparaciones comunitarias ante un caso de violación sexual individual, estrategia legal que no se había utilizado antes ante esa instancia de justicia internacional. Fue por la firme decisión de Inés Fernández de utilizar la Corte como un espacio de denuncia para toda una cadena de violencias de la que su violación era únicamente un eslabón, que fue necesario elaborar el peritaje antropológico que me dio el privilegio de conocer a estas mujeres de quienes sigo aprendiendo cada día.
 En el informe pericial que realicé conjuntamente con Héctor Ortiz Elizondo, mostramos a través de testimonios, que la violencia sexual se ha vivido como una experiencia que afectó a toda la comunidad pues para el pueblo me´phaa, lo individual y lo colectivo se encuentran estrechamente vinculados, por lo cual las experiencias de violencia que sufre un individuo son vividas como una afrenta hacia la comunidad en su conjunto, que trae aparejada un desequilibrio en la estabilidad colectiva. Este desequilibrio se expresa incluso a nivel nosológico, pues los sucesos que causan dolor se manifiestan en una enfermedad llamada “gamitú” o susto que ha afectado a varias de las mujeres cercanas a Inés. Sólo la justicia y la seguridad de que estos eventos no se van a repetir pueden re-establecer el equilibrio en la comunidad. Una de las mujeres entrevistadas me decía al respecto: “Mientras no haya justicia nuestros espíritus no están tranquilos, hay mucho miedo y no podemos dormir tranquilas, porque sabemos que si no se castiga lo que hicieron los ‘guachos’, lo pueden volver a hacer. La falta de justicia produce “va jui y garmitú”.4
 Reflejo de este sentido comunitario es que la mayoría de las reparaciones del daño solicitadas por Inés y Valentina a la Corte no son sólo para su beneficio personal, sino que incluyen a las niñas y mujeres de su organización y su comunidad. Los testimonios y el accionar de estas mujeres nos hablan de experiencias que no son vividas como afrentas personales, sino como parte de un continuum de violencia que ha venido afectando a sus pueblos y a sus organizaciones, por lo que la justicia que claman no se limita al encarcelamiento de sus agresores, sino que incluye la desmilitarización de sus regiones, el alto a la impunidad, las reformas legislativas que permitan un verdadero acceso a la justicia para las mujeres, en general, y para las mujeres indígenas de manera específica.
El 30 y 31 de agosto del 2010 la CoIDH emitió las sentencias de ambos casos declarando al Estado mexicano responsable de “violencia institucional castrense” en contra de las dos dirigentes indígenas. El fallo de la Corte fue en sí mismo reparador, pues después de tantos años de espera reconoció finalmente la legitimidad de las denuncia de Inés y Valentina.
 Las sentencias están integrada por 16 y 17 resolutivos respectivamente, en los que los jueces demandan que se efectúen reparaciones en el ámbito de la justicia castigando a los culpables,  reconociendo públicamente las responsabilidades del Estado, modificando e implementando políticas públicas que promuevan y faciliten el acceso a la justicia para mujeres indígenas e impulsando reparaciones de alcance comunitario como la construcción de un centro de derechos de las mujeres y un albergue escolar, en el caso de Inés y el mejoramiento del Centro de Salud de Caxitepec, en el caso de Valentina; promoviendo reformas legislativas que limiten el fuero militar y establezca que en las violaciones a los derechos humanos cometidas por militares, deben de ser juzgadas por el fuero civil; otorgando apoyos en educación a las hijas de Inés y Valentina, atención médica y psicológica para ellas y sus familias; así como la indemnización monetaria para ambas y familiares cercanos que fueron afectados por la violencia.5
A pesar de mi escepticismo por la poca importancia que se le había dado al peritaje cultural en los alegatos orales del juicio, la sentencia nos mostró que poco a poco el derecho internacional empieza a integrar el contexto cultural en su manera de interpretar los derechos humanos de los pueblos indígenas. Si bien es cierto que ya en varios casos anteriores la Corte había demandado reparaciones comunitarias, siempre se había tratado de afectaciones colectivas a pueblos o comunidades,6 esta era la primera vez que un caso de violación a los derechos humanos de una persona se demandaba reparaciones comunitarias. La preocupación de Inés porque su caso se juzgara en el marco de una historia de violencia, parecía encontrar parcialmente respuesta en esta Sentencia.
Sin embargo, a casi tres años de que las sentencias de la Corte fueran emitidas (mayo 2013), el Estado sigue sin encontrar y castigar a los culpables, y continúan sin cumplirse la mayoría de las medidas de reparación. Sólo se han cumplido, fuera del plazo establecido, con el mandato de publicación de la Sentencia, el reconocimiento público de responsabilidades y, sólo en forma parcial y también tardía, con algunas de las medidas de indemnizaciones, gastos y costos.
Se trata de un momento político lleno de contradicciones en Guerrero, a la par de que los procesos de militarización y paramilitarización continúan en la región, no podemos negar que la Sentencia ha posibilitado el fortalecimiento de la OPIM y de manera más específica el liderazgo de Inés a nivel local.  El proceso posterior a la Audiencia en la Corte, les ha permitido a Inés y Valentina y a las mujeres integrantes de la OPIM, reunirse y reflexionar colectivamente sobre las raíces de la violencia que ha afectado sus vidas y las de sus hijas y sobre las estrategias necesarias para desarticularla. Sus voces se han multiplicado en las voces de las mujeres de su organización, quienes han llevado sus experiencias a Washington, a España, a Cuetzalan, Puebla, a la Policía Comunitaria de Guerrero, a Tlaxcala, a distintos foros del Distrito Federal, en los que han denunciado el uso de la violencia sexual como forma de tortura y el impacto de la militarización en la Montaña y en la Costa Chica de Guerrero.
Es gracias al esfuerzo y al valor para reclamar justicia de Inés Fernández y Valentina Rosenda Cantú, que junto con Tita Radilla, hija del dirigente campesino asesinado durante la “guerra sucia”,7 lograron que la Corte Interamericana de Derechos Humanos fallara en contra del  Estado mexicano obligándolo  a  modificar el  Código de Justicia Militar, consiguiendo limitar a la jurisdicción castrense. A partir de estos casos históricos las violaciones a los derechos humanos cometidas por militares, no podrán ser juzgadas por ministerios públicos militares, sino que deberán pasar a la justicia civil. En el actual contexto de militarización en nombre de la “guerra contra el narcotráfico” resulta fundamental que los militares no puedan ocultar con sus redes de complicidades las violaciones a los derechos humanos.8
Si el uso de la violencia sexual como forma de tortura tenía como propósito aterrorizar y desmovilizar a las mujeres, es evidente que los poderes obscuros que están detrás de las estrategias contrainsurgentes, no tomaron en cuenta el valor y la solidaridad comunitaria de las mujeres de la OPIM. Más que acabar con la dirigente indígena, lo que vemos es el surgimiento de nuevas defensoras de los derechos de las mujeres, que al igual que Inés y Valentina, levantan sus voces no para denunciar una experiencia de violencia personal, sino para demandar justicia para todas las mujeres, para los niños, las niñas, los jóvenes, hombres y ancianos que están viendo su vida afectada por la  militarización y la violencia de las fuerzas de seguridad.

* Antropóloga feminista investigadora del CIESAS e integrante de la Red de Feminismos Descoloniales.

Notas a pie
1. Informe Pericial sobre el Caso de Valentina Rosendo Cantú elaborado por Héctor Ortiz Elizondo, abril 2009.
2.   Entrevista a Inés Fernández, marzo 13, 2009.
3. El Informe Pericial se publicó íntegro en el Boletín del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales intitulado Peritaje Antropológico en México. Reflexiones teórico-metodológicas y Experiencias México, 2012. He analizado  todo el proceso de litigio internacional y realizado una etnografía de la audiencia en la CoIDH, en el capítulo intitulado “Entre la justicia comunitaria y el litigio internacional: El Caso de Inés Fernández ante la Corte Interamericana” como parte del proyecto Mujeres y derecho en América Latina: justicia, seguridad y pluralismo legal, Coordinado por  Rachel Sieder (CIESAS-Universidad de Bergen/Noruega).
4.  Entrevista a María Sierra Librada, Barranca Tequani, marzo 15 del 2009.
5. Ver Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: Caso Fernández Ortega y Otros vs. México, 30 de agosto del 2010 y Sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: Caso Rosendo Cantú  y Otros vs. México. 31 de agosto del 2010.
6. Ver Caso Masacre Plan de Sánchez vs. Guatemala. Reparaciones y Costas. Sentencia de 19 de noviembre de 2004. Serie C No. 116, párr. 86, y Caso de la Comunidad Moiwana Vs. Surinam. Excepciones Preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 15 de junio de 2005. Serie C No. 124, párr. 194.
7. Rosendo Radilla fue un destacado  líder social del municipio de Atoyac de Álvarez, Guerrero, quien trabajó por la salud y educación de su pueblo y quien fungió como presidente Municipal. El 25 de agosto de 1974, lo detuvieron ilegalmente en un retén militar y fue visto por última vez en el Ex. Cuartel Militar de Atoyac de Álvarez, Guerrero. Treinta y cuatro años después, su paradero sigue siendo desconocido. Su hija Tita Radilla llevó el caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos obteniendo una sentencia condenatoria contra el Estado mexicano.
8.  Esta reforma constitucional aún no se logra instaurar por la resistencia de los poderes militares.

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