...o cómo fue que el liberalismo no recogió el ideal de emancipación de las mujeres en México
por Francesca Gargallo
Para Elisa Buch, con todo mi cariño
Libertad e igualdad, más que la indescriptible fraternidad, fueron dos ideales que desde variados lineamientos políticos –de origen aristocrático como el monarcómaco y el libertino, que consideraban la igualdad entre pares, individualista religioso de fe protestante, o campesinista radical de cuño herético hussiano- confluyeron en el ideario liberal que cuajó con la Revolución Francesa , y terminaron convirtiéndose en los dos conceptos principales del liberalismo decimonónico. Los liberales y masones latinoamericanos, así como las primeras feministas inglesas organizadas, los asumieron como pilares de su lucha contra los conservadores de todo tipo, fueran éstos católicos, aristocratizantes, racistas o simples portavoces de una misoginia muy difusa.
Ambos conceptos eran revolucionarios, en el sentido que imprimieron un cambio rápido y profundo al ordenamiento social y político vigente. Frente a un sistema de castas como el Antiguo Régimen europeo o el Régimen Colonial en América, con sus estados privilegiados que se apoyaban en un derecho con fueros particulares, la libertad se acompañaba de calificativos precisos: libertad de movimiento (que acaba de hecho con el inmovilismo feudal y el control del comercio colonial), libertad de expresión, libertad de culto y de educación (que deshacían las bases del absolutismo monárquico). Así, la igualdad significaba que todos los ciudadanos tenían la obligación y el derecho de obedecer una única ley, dejando de lado las discriminaciones de nacimiento, raza y religión.
La presencia de innumerables católicos practicantes entre los independentistas latinoamericanos creó ambivalencias en el proyecto liberal que, por lo menos teóricamente, sostenía la lucha por la emancipación política de España. La sumisión a los designios divinos, más allá de la supresión de los privilegios del clero, implicaba restricciones a la libertad de los individuos y dudas de tipo ontológico que impedían el planteamiento de una igualdad espiritual entre mujeres y hombres, tal y como la predicaban los protestantes. Un ejemplo muy conocido de este tipo de contradicciones se encuentra en Los Sentimientos de la Nación , redactados por José María
Morelos y Pavón en 1813, que preveían la igualdad de todos los mexicanos al abolir irrestrictamente la esclavitud en México, pero no relacionaban la igualdad con la libertad de culto al concebir a la nación como católica.
De las contradicciones entre libertad e igualdad despuntaron proyectos políticos antitéticos que volvieron ingobernables por más de cinco décadas a las jóvenes naciones americanas. Los bandos procatólicos conservadores, centralistas en la mayoría de los casos, pero federales en Argentina, terminaron siendo neocolonialistas, promonárquicos o caciquiles, sosteniendo una doble moral acerca de indios y negros, a los que no consideraban iguales a los dirigentes, necesariamente de origen europeo, pero que pretendían proteger, tal y como lo había hecho la iglesia católica por tres siglos. De igual modo consideraban a las mujeres como reproductoras de su clase, con derechos de cuna, o como meros objetos sexuales, seguramente nunca como ciudadanas con derechos propios. Hoy en día un examen de la dimensión política de la historia de las mujeres mexicanas implica un análisis de las relaciones entre el feminismo y los liberales en el siglo XIX, para entender por qué a pesar de la presencia de mujeres en los diferentes sectores étnico-sociales que conformaron el movimiento independentista -el criollo en el Bajío y en la Ciudad , el mestizo en el centro-sur del país, el de los ocho mil “arqueros” que defendieron el lago de Chapala, etcétera- éstas no obtuvieron ningún reconocimiento político en la joven república ni por parte de los liberales cuando conquistaban el poder ni por parte de los conservadores cuando se lo intentaban arrebatar. Más aún, cuando los bandos conservadores fueron definitivamente derrotados y se impusieron esas Leyes de Reforma que despojaron al clero del control sobre la vida cotidiana de las personas, las mujeres, que a la larga se beneficiaron de esas leyes por sus implicaciones teóricas e interpretativas de los derechos del individuo, directamente no obtuvieron personalidad jurídica, económica, social y política.
El hecho es que los liberales mexicanos, como buena parte de los europeos, confiaban sólo en las mujeres que consideraban de su bando porque relacionadas familiarmente con ellos. Las demás eran vistas como aliadas naturales del clero, y por ende de los conservadores. La obediencia que una mujer le debía al padre o al marido no era cuestionada siquiera por radicales como Valentín Gómez Farías, quien, en 1833, planteó los antecedentes indispensables para una reforma del estado y las finanzas, ni por los compañeros de Benito Juárez García., el único liberal mexicano que se convirtió en un emblema de resistencia a la prepotencia conservadora y a la monarquía a nivel internacional. Melchor Ocampo,[1] Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez y Sebastián Lerdo de Tejada[2] no se refirieron explícitamente a las mujeres en el ámbito político mexicano. Como bien dijo
Carlos Monsiváis, aun el Congreso Constituyente de 1857, a pesar de fundar la nación moderna en el orden teórico e ideológico, estaba preso de una dictadura de género que no se deja actualizar.[3] Eso es, el proyecto de secularizar la sociedad otorgando al estado el papel rector de la vida y la conciencia de los ciudadanos, que con anterioridad desempeñaba la organización eclesiástica, fue de un anticlericalismo que pisaba las huellas del catolicismo. Al registro bautismal se le sustituyó por el acta de nacimiento; el matrimonio civil se consideró como “un contrato que se contrae lícita y válidamente ante la autoridad civil”, dejando sin validez jurídica el matrimonio religioso y estableciendo la posibilidad de divorcio, pero se concibió como monogámico y reproductivo según las costumbres católicas; el acta de defunción remplazó los santos óleos, pero a los cementerios nacionalizados se les siguió llamando “camposantos”.[4] No es de extrañar, en estas condiciones, que el Decreto con que Juárez extinguió en toda la nación las comunidades religiosas exceptuara a las Hermanas de la Caridad:[5] ¿acaso no es labor femenina cumplir con el mandato divino de amar y cuidar a la humanidad que los hombres desacatan? El catolicismo subyacía al intento más radical de sustituir el estado laico a la jerarquía eclesiástica y se mantenía inalterado en la división de las labores, las morales y la economía femeninas y masculinas.
En la protestante, capitalista y colonialista Gran Bretaña, desde 1830, había mujeres que se reunían para exigir el acceso de las solteras a las profesiones liberales y a los estudios para desempeñarlas, y el derecho de las casadas a administrar sus propios bienes; en Estados Unidos, éstas unían el reclamo por sus derechos a la política antiesclavista;[6] pero en México, por lo menos según el registro documental, a las mujeres parecía no interesarles ejercer los únicos derechos políticos que a nadie se le había ocurrido negarle: los de reunión y asociación.
En realidad, durante las dictaduras de Antonio López de Santa Anna, la guerra de los pasteles, la invasión estadounidense, la revolución de Ayutla, la intervención francesa y el efímero y espurio imperio de Maximiliano, estuvieron siempre al lado de los hombres que se alistaron en los diferentes bandos, pero sin voz colectiva. Apenas hacia 1870, un incipiente movimiento feminista se organizó en Yucatán; La Siempreviva , fue una organización autónoma de maestras y escritoras, más anarquistas que liberales, que se manifestó públicamente a favor del derecho de las mujeres al ejercicio de su libertad y fundó una escuela secundaria para niñas.
Los liberales británicos interlocutaron con mujeres organizadas alrededor de sus demandas desde la primera mitad del siglo XIX. A favor o en contra, no podían dejar de opinar acerca de ellas. John Stuart Mill, por ejemplo, casado con una feminista, en 1869 publicó The subjection of women, un libro que en menos de un año fue traducido y publicado en once países y que relacionaba la cuestión femenina con la teoría política del individualismo liberal.[7] Mill concebía la igualdad como la ausencia de impedimentos legales de desigualdad; por lo tanto, consideraba que el sometimiento de las mujeres era una aberración contra el liberalismo que impedía el progreso de la raza humana, “por negar la sociedad el uso de sus talentos a la mitad de sus miembros y por el efecto moralmente corruptor del poder inmerecido que da a los hombres”.[8]
En México, como en Gran Bretaña, en ese entonces las mujeres no podían votar, ni presentarse a elecciones u ocupar cargos públicos. Eran las más pobres de los pobres, pero si heredaban bienes, se transferían al esposo al casarse. Legalmente no podían tener un negocio propio ni ejercer una profesión o abrir una cuenta corriente; tampoco tenían derecho a cambiar de domicilio o trabajar sin el permiso del padre o el marido. En caso de divorcio no obtenían la custodia de sus hijos, mientras que por el delito de adulterio sólo se les castigaba a ellas. Si bien es cierto que en México los nacimientos fuera del matrimonio eran más tolerados que en Europa y muchas familias dependían de una madre soltera, éstas tenían grandes dificultades para mantenerse.
No obstante, en Gran Bretaña la voz de mujeres que se juntaron entre sí para elaborar una teoría política de su situación hizo que los liberales se vieran impelidos a denunciar su discriminación como un atropello al derecho de todo ser humano a la igualdad. En México, por el contrario, las mujeres acompañaban a los hombres en sus batallas políticas sin reunirse entre sí ni exigirles una revisión de su situación. Además, la población femenina participaba activamente en la construcción de un país que sus dirigentes políticos desestabilizaban constantemente, trabajando sin descanso en la crianza, en el servicio doméstico y el cuidado de todos los miembros del núcleo familiar. Fuera del ámbito doméstico, las mujeres laboraban en el campo, cultivando una tierra que no les pertenecía por su condición de mujer; o en las escasas fábricas, principalmente las de textiles, recibiendo una paga inferior a los hombres por un trabajo igual. A cambio de su actuación, por momentos no sólo indispensable sino protagónica, recibieron de amigos, maridos y maestros, unas pocas palabras impresas sobre la educación de las mujeres, que defendían sólo en nombre de la influencia que ellas podían ejercer sobre sus hijos.[9]
En este contexto, las escasas pero contundentes defensas del derecho a la educación y la insistencia en el buen trato que debían recibir las mujeres por parte de los hombres cultivados en el seno de la familia, presentadas por Juárez en sus exposiciones al Soberano Congreso de Oaxaca al abrir sus sesiones el 2 de julio de 1852, eran algo más que retórica. Según su gobernador, y director del Instituto de Ciencias y Artes, en la capital del Estado, “cada día se siente la necesidad de establecer uno [establecimiento escolar] que abrace todos los ramos que forman la completa y esmerada educación e instrucción de una mujer... Formar a la mujer con todas las recomendaciones que exigen su necesaria y elevada misión, es formar el germen fecundo de regeneración y mejora social. Por esto es que su educación jamás debe descuidarse...”
Benito Juárez acababa de recordar que “La instrucción de las mujeres se ha dado en los pueblos del estado en los mismos establecimientos que sirven para la de los hombres. En ellos aprenden a leer y a conocer los primeros principios de la moral cristiana, quedando el resto de su educación e instrucción al cuidado paternal...”.[10] Conocía bien la situación por experiencia personal y porque no se había separado de la observación de la realidad ni como político ni como maestro. Había expresado con anterioridad que consideraba “innato” en el ser humano el deseo de saber y que a pesar “de las trabas de la miseria y el despotismo” éste tiende a ilustrarse.[11] Es decir, para Juárez educación y progreso, saber y superación de la opresión, cultura y bienestar se entrelazaban necesariamente no sólo porque él mismo había vivenciado fervientemente el deseo de procurarse una educación, que lo llevó a emigrar en la infancia de Guelatao a Oaxaca, sino por su convicción liberal de que todos los seres humanos, mujeres y hombres, compartían un deseo de querer instruirse que los igualaba.
En 1852, Benito Juárez era un reconocido abogado y político, que nueve años antes se había casado con una mujer instruida veinte años menor que él, perteneciente a una familia de extracción social diferente a la suya, no sólo mucho más rica, sino que blanca
cuando él era zapoteca, en una ciudad atravesada, como todo el país, por el racismo de origen colonial que los sectores conservadores consideraban insuperable. Para Juárez, si un zapoteca podía vencer las trabas de la miseria, también una mujer podía hacerlo. No obstante, al declarar a todos los mexicanos iguales no supo concretar los instrumentos legales para rebasar los impedimentos ligados al sexo de las personas, porque no había mujeres organizadas que se lo exigieran y porque la cultura política generalizada los veía como características naturales. Y a la Naturaleza el credo liberal no la cuestionaba.
Si Juárez albergó dudas acerca de una supuesta “naturaleza femenina”, la única mujer liberal mexicana de su época que pudo sembrárselas fue su esforzada esposa, quien al haber experimentado los abusos del clero, había desarrollado una ideología liberal y anticlerical propia.[12] También podría haberlas recogido de su cultura de origen, pero la educación liberal llevaba aparejada la veneración por la cultura occidental y el desprecio por las culturas no capitalistas, como las indígenas americanas, que consideraba inferiores o atrasadas. Cuando en 1834 se tituló como abogado en el Instituto de Ciencias y Artes, era portador de una educación laica sin lugar a dudas, y también soterradamente racista.
En 1847, como diputado federal había apoyado la polémica medida de Valentín Gómez Farías de imponer un fuerte préstamo a la Iglesia para financiar la guerra contra Estados Unidos, y sólo un año después del discurso en que abogara por los derechos educativos de la mujeres en el Congreso de Oaxaca, en 1853, la hostigante
dictadura de Santa Anna obligó a Juárez a un exilio que se prolongaría durante dos años primero en La Habana y, luego, en Nueva Orleáns, capital de Luisiana en Estados Unidos. Ahí pudo enterarse de un movimiento de mujeres que abogaba por el derecho al sufragio femenino, pero no consideró sus propuestas aplicables para México, o simplemente descartó su implementación porque nadie las reivindicaba en el país. No obstante, su mujer, Margarita Maza Parada, también sufrió persecución política y tuvo que huir a pie de Oaxaca tras su salida del país, embarazada de gemelas y con seis hijos. Vivió escondida en dos haciendas oaxaqueñas que la asilaron hasta que pudo abrir una tienda en Etla, con la cual no sólo mantuvo a su hogar sino que envió dinero a su esposo y a los exiliados liberales.
Que una mujer, en condiciones especiales, sostuviera la lucha política de su marido era considerado tan natural como que dejara de hacerlo cuando él volvía a hacerse cargo de su sostén económico. Esta relación entre fuerza y debilidad se concebía como propia del carácter materno de las mujeres, que era naturalizado por un mecanismo socio-cultural que hoy conocemos como inherente al sistema de sexo-género. En otras palabras, que Margarita Maza fuera una liberal capaz de trabajar para sostener a sus correligionarios políticos se reducía, en la valoración de sus contemporáneos, al hecho que era la esposa de don Benito Juárez. Afuera de su marido, nunca nadie consideró su esfuerzo como una manifestación de su credo personal.
Todavía en la actualidad, cuando se pretende rendirle un homenaje, se hace referencia a doña Margarita Maza como "la verdadera madre del pueblo",[13] o como símbolo de “tantas y tantas mujeres mexicanas que igual cumplen sus deberes como madres, esposas, hermanas, e hijas, aunque marginadas, violentadas, discriminadas, ignoradas”.[14] Y eso que la abnegación no era una virtud liberal…
En realidad doña Margarita era una mujer que compartió las luchas que permitieron la consolidación de México como una nación independiente, rompiendo algunos paradigmas de una época en que las mujeres tenían un papel tradicionalista y conservador. Por ejemplo, en 1855 llegó a buscar a su marido en el puerto de Veracruz, acompañada de sus hijos, tras sortear la persecución de bandidos que pretendían raptarla y de los que la protegió su hermano José Maza, otro hombre de la familia con el que sostuvo una correspondencia acerca de sus afectos, necesidades y comunes convicciones liberales. Acababa de triunfar la Revolución de Ayutla contra Santa Anna, que llevó a la presidencia al general Juan Álvarez, y Margarita Maza había conminado a su marido y a sus compañeros a que volvieran lo antes posible al país.
No obstante, Margarita Maza no se expresaba en sus misivas sobre la igualdad femenina; a la vez, no tenemos documentos escritos del intercambio de ideas que sostenía con su marido en los periodos que vivía a su lado, como si durante ellos se la tragara la invisibilidad doméstica. Apenas hay mención, en cartas de épocas posteriores, de sus opiniones acerca del desempeño de Benito Juárez como Ministro de Justicia, cuando promulgó la Ley sobre Administración de Justicia que abroga los fueros eclesiástico y militar en materia civil, haciéndolos renunciables en lo criminal. Ahora bien, es impensable que no haya sostenido a Juárez cuando éste, junto con los otros liberales “puros”, consideró llegado el momento de promover reformas e impulsar una nueva constitución.
En 1856, Juárez fue electo constitucionalmente gobernador de Oaxaca y su gestión se caracterizó por limar las aristas entre el poder civil y el religioso. Posteriormente, en 1857, durante el gobierno del presidente Ignacio Comonfort, Juárez fue designado Presidente de la Suprema Corte de Justicia, lo que le daba el carácter de vicepresidente de la República. Como tal impulsó las labores iniciadas en 1856 para la reforma de la Constitución política, que se promulgó el 5 de febrero de 1857.
La Constitución de 1857 se adhería a ciertos dogmas de la filosofía especulativa rousseauniana, como los de la libertad y la igualdad absoluta del hombre,[15] atribuyendo a estos principios la calidad de derechos naturales inalienables e intangibles. Garantizaba, por lo tanto, las libertades y los derechos que el poder público reconoce y sanciona a favor de la persona humana, identificada con el individuo masculino de cultura occidental, considerado como la base fundamental de las instituciones sociales.
Los conservadores intentaron inmediatamente derogar una Constitución que no les otorgaba ningún privilegio de casta y les quitaba el apoyo financiero de la iglesia católica. Para ello, intentaron imponer como presidente del país al militar Félix Zuloaga a través de un golpe de Estado.
Comonfort, cuya lealtad a los principios liberales se vio mermada por el miedo a perder el control del país, encarceló a Juárez. No logró apaciguar los ánimos de los conservadores con ello y se dio cuenta que sin el apoyo de los liberales dejaba a la deriva la posibilidad de reformar el país, por lo que lo liberó. Los liberales emprendieron entonces una guerra que duraría tres años (1858-1861), con la finalidad expresa de defender la legalidad republicana. Se le conoce como Guerra de Reforma, porque Juárez, que asumió la Presidencia de la República por decisión ministerial en la ciudad de Guanajuato el 11 de enero de 1858, apoyándose en el grupo liberal expidió, en julio de 1859, las Leyes de Reforma. Éstas decretaban la independencia del Estado respecto de la Iglesia , y normaron el matrimonio y el registro civil, así como el paso de los bienes de la Iglesia católica a la nación. A pesar de que doña Margarita las defendió con pasión, las mujeres eran vistas en ellas ante todo como esposas y madres, cuyas actividades se limitaban al ámbito doméstico.
La contienda concluyó con la victoria de las fuerzas del general Jesús González Ortega contra las del conservador Miguel Miramón, el 22 de diciembre de 1860, en los llanos de Calpulalpan, en el municipio de Jilotepec. El 11 de enero de 1861, procedente de Veracruz y acompañado de su familia, Juárez entró triunfante a la Ciudad de México y, poco después, fue electo constitucionalmente Presidente de la República. Ese mismo año su gobierno obtuvo el reconocimiento internacional.
La economía de México estaba tan deteriorada que Juárez tomó como primera medida para sanearla la suspensión del pago de la deuda externa. La frugalidad republicana en la que vivía con su familia eran fuente de respeto,[16] pero no por ello Gran Bretaña, España y Francia dudaron en romper relaciones con México. El 31 de octubre de 1861, en Londres, las tres naciones convinieron justificar una intervención armada, pero sólo Francia movilizó sus tropas, ya que España y Gran Bretaña aceptaron un aplazamiento en negociaciones posteriores. Cuando el ejército de Napoleón III comenzó a internarse en el país, Juárez entendió que sólo podría confiar en un militar que hubiese demostrado su lealtad a la república, ya que el mayor peligro que enfrentaba era la alianza entre los invasores y los conservadores. Por ello depositó su confianza en un joven general mestizo, Ignacio Zaragoza, y éste llevó a un ejército popular, mayoritariamente indígena y acompañado de mujeres y niños, a vencer a los invasores el 5 de mayo de 1862 en Puebla. Ese triunfo desconcertó a los franceses que no se esperaban una resistencia organizada por parte de un pueblo no europeo.[17] No menos sorprendió a los conservadores, por motivos racistas semejantes.
No obstante, después de un año de calma, en 1863 franceses y conservadores se juntaron para ocupar Puebla y la Ciudad de México, donde organizaron una Junta Provisional de Gobierno. El gobierno republicano se trasladó a San Luis Potosí y de ahí el presidente inició a moverse constantemente para evitar caer en manos de sus enemigos.
Una vez más, Margarita Maza tuvo que separarse de su marido para garantizar la sobrevivencia de sus hijos y no entorpecer sus desplazamientos. Mientras el ejército republicano organizaba la resistencia mediante la táctica de la guerra de guerrillas, su marido despachaba desde una diligencia y ella se desplazaba hacia el norte sorteando partos y enfermedades, en la capital, la Junta nombraba una Asamblea Nacional que determinó que la forma de gobierno necesaria para México era una monarquía moderada, hereditaria y de origen europeo. Ofreció por lo tanto la corona a un príncipe católico designado por Napoleón III, Fernando Maximiliano de Habsburgo archiduque de Austria, quien fue coronado Emperador de México en 1864.
El trabajo político de Margarita Maza Parada volvió a ser visible entonces. En un principio, junto con sus seis hijas, presidió una junta de mujeres liberales que se encargaban de reunir fondos para las tropas, los hospitales y para apoyar las víctimas civiles de la guerra. Asimismo, en la mayoría de las ciudades muchas mujeres, y los hombres no enlistados, se dedicaron a mantener un clima de inestabilidad social que repercutió tanto en las decisiones políticas como en los avatares de la guerra, de modo que la monarquía de Maximiliano nunca pudo realmente gobernar el país. Es interesante recoger una extraña forma de resistencia femenina, descrita en las décadas de 1880 y 1890 en los primeros periódicos dirigidos por mujeres de alcurnia en México, como el Correo de las Señoras y Las violetas del Anahuac:[18] las patriotas rechazaban casarse con los oficiales franceses o intimar con las damas de compañía de la emperadora Carlota, algunas de ellas mujeres muy cultas.
En 1865 Margarita Maza no pudo quedarse más en México y tuvo que refugiarse en Nueva York y en Washington, donde, a pesar de la muerte de dos de sus hijos pequeños, llevó a cabo un magnífico trabajo diplomático, toda vez que durante su estancia en Estados Unidos fungió como enlace con políticos que respaldaban la lucha juarista en contra de los invasores franceses y los conservadores. Debería reconsiderarse su labor, entre otros factores de índoles económica e ideológica, al analizar cómo los ideales americanistas y republicanos no fueron traicionados por Washington, cuyo gobierno nunca reconoció el imperio de Maximiliano.
En 2006, la historiadora Patricia Galeana publicó La correspondencia entre Benito Juárez y Margarita Maza,[19] recopilación que ofrece un material inédito sobre el papel histórico y político de Margarita Maza como una mujer liberal, inteligente y de gran carácter, capaz de dispensar consejos políticos, que apoyó al Benemérito de las Américas en su lucha por la tolerancia religiosa y la creación de un Estado laico en México. Los documentos epistolares revelan la relación de apoyo mutuo y respaldo entre tales personajes para hacer frente a problemas familiares durante el conflictivo periodo de la Reforma y las invasiones militares a México.
No obstante, Maza Parada nunca fue una feminista liberal y no dejó testimonios de diálogo político con alguna mujer que no fuera su hija mayor. Durante las prolongadas luchas que Juárez y los liberales llevaron a cabo para mantener la independencia nacional y fundar un estado laico, el feminismo mexicano no había nacido aún. Las mujeres aparecían y desaparecían de la escena política como subsidiarias de los hombres de su familia,[20] y ninguna manifestó un radical rechazo a su opresión por motivos sexo-genéricos. Cuando doña Margarita Maza murió en la Ciudad de México el 2 de enero de 1871, apenas un año antes que su marido, fue recordada como madre y esposa ejemplar; nadie subrayó otro tipo de dotes políticas, ya que sólo esas correspondían a las mujeres.
Aunque parezca contradictorio, puede ser la cercanía cómplice entre las mujeres liberales y sus familiares masculinos, la que las llevó a acatar las líneas de sus políticas (que, debe reconocerse, eran dictadas por la urgencia de situaciones peligrosas) hasta imposibilitar una verdadera corriente feminista liberal.
El feminismo en México tuvo un origen tardío; si bien fue influido por un liberalismo radical, a principios del siglo XX se expresó más bien a partir de posiciones anarquistas y socialistas. Fue un movimiento que enfrentó al establishment, publicó un periódico, La mujer mexicana, de 1904 a 1908, que no tenía relación con las elegantes ediciones de revistas de finales del siglo XIX donde las mujeres de los sectores medios y altos discurrían sobre educación, sentimientos, arte y, en escasas ocasiones, realidad social y trabajos femeninos, enarbolando blandamente algunas ideas provenientes de Estados Unidos.
Quizá el primer fruto del feminismo mexicano a nivel nacional fue el reconocimiento de la personalidad legal para celebrar contratos, para aparecer en juicios y para administrar sus bienes personales de las mujeres casadas, durante el gobierno de Carranza, en 1917.[21]
Para entonces, en Yucatán, bajo cobijo del general socialista Salvador Alvarado, se habían llevado a cabo dos Congresos Feministas (enero y noviembre de 1916) y se había reformado el Código Civil estatal para conceder a las mujeres solteras los mismos derechos que tenían los hombres de abandonar la casa paterna a los 21 años. Además de la influencia de los pensadores anarquistas y de los escritos de Engels sobre la izquierda radical revolucionaria, la presencia de las mujeres en los ejércitos revolucionarios era incuestionable y empezaban a escucharse reclamos de mujeres aisladas por el derecho al voto.[22]
[1] Autor de la epístola que durante más de un siglo fue leída durante la ceremonia de matrimonio civil a los contrayentes y que promovía la obediencia y sumisión de la mujer.
[2] Quien, sin embargo, en sus cartas a la señorita Antonia Revilla se explayaba sobre asuntos políticos. Citado en José Fuentes Mares, Miramón, el hombre, Joaquín Mortiz, México, 1975
[3] Carlos Monsiváis, “En el bicentenario del nacimiento de Benito Juárez”, discurso leído el 21 de marzo de 2006, Guelatao de Juárez, Oaxaca, www.inep.org/content/view/3852/73
[4] La Ley de Matrimonio Civil es del 23 de julio de 1859; la Ley Orgánica del Registro Civil del 28 de julio de 1859; el Decreto de Gobierno que declara el cese de toda intervención del clero en los cementerios y camposantos, del 31 de julio de 1859; la Ley sobre la Libertad de Cultos, del 4 de diciembre de 1860.
[5] Del 26 de febrero de 1863
[6] Richard J. Evans, Las feministas. Los movimientos de emancipación de la mujer en Europa, América y Australasia 1840-1920, Siglo XXI, Madrid 1980, pp.45-50
[7] Es interesante notar que el liberalismo francés se reorganizó alrededor de la práctica revolucionaria, visualizando a los ciudadanos como un colectivo, un “nosotros”; mientras el liberalismo británico, de tradición evangélica, hacía del liberal un individuo único, responsable de sus acciones. En América Latina, por lo general, los liberales también se sintieron parte de un colectivo y asumieron consignas de grupo. No obstante, antes del positivismo, ningún liberal se sintió jamás “determinado” por la sociedad.
[8] Richard Evans, Op. Cit., p.17
[9] Cf. Johanna S. R. Mendelson, “La prensa femenina”, en Asunción Lavrín (compiladora), Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas, Fondo de Cultura Económica, México 1980, pp.234-235. Sólo a principios del siglo XX se hizo presente la voz de un feminista mexicano, Genaro García, que dedicó varios artículos y dos libros a la denuncia de la desigualdad de las mujeres. Cf..
Carmen Ramos Escandón, Mujeres positivas. Los retos de la Modernidad en las relaciones de género y la construcción del parámetro femenino en el fin de siglo mexicano, 1880-1910, Centro de investigación y Estudios Superiores en Antropología Social, www.iih.unam.mx/libros_electrónicos.
[10] Benito Pablo Juárez, “Exposición que el gobernador del estado hace en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución al Soberano Congreso al abrir sus primeras sesiones ordinarias el día 2 de julio de 1852.” , Oaxaca, Oax., Impreso por Ignacio Rincón, 1852. Reunidos en Estatutos, iniciativas, decretos (Colección Lafragua, 491). Su bicación se encuentra en Jorge Inclán y Guadalupe Ramírez, “Bibliografía sobre Benito Juárez”, www.juarez.unam.mx/biblio
[11] Benito Pablo Juárez, “Exposición que en cumplimiento del artículo 83 de la Constitución del Estado hace el Gobernador del mismo al soberano Congreso, al abrir sus sesiones al 2 de julio del año de 1848.” Oaxaca, Oax., Impreso por Ignacio Rincón, 1848. Reunidos en Estatutos, iniciativas, decretos (Colección Lafragua, 491).
[12] Según puede desprenderse de sus cartas: Patricia Galeana (compiladora), La correspondencia entre Benito Juárez y Margarita Maza, Secretaría de Cultura del Distrito Federal, México 2006
[13] Según fue calificada Margarita Maza de Juárez por el periódico veracruzano La Concordia , el 17 de julio de 1867
[14] Eduardo Garibay Mares, “Margarita Maza y Benito Juárez. Once hijos procrearon Margarita y Benito, quienes como pareja e individualmente dieron concerniente muestra él, como patriota, y ella como mujer responsable”, en Cambio de Michoacán, Morelia, 11 de marzo de 2006.
[15] Mas no de la mujer. Rousseau sostenía la diferencia natural de las funciones y capacidades femeninas, mismas que subordinaban a las mujeres al gobierno masculino. Las mujeres no debían aspirar a la libertad sino anhelar el desempeño del rol materno. Su texto sobre educación femenina, La nouvelle Eloïse (1761), escrito en forma de epistolario, compendia de manera
subordinada Emilio o de la Educación.
[16] Como puede comprobarse por sus “Apuntes de cocina y mesa”, en Juan Manuel Herrera (coordinador), Catálogo del Archivo de Benito Juárez, Archivo General de
la Nación, México, 2006
[17] Durante la arremetida colonial decimonónica, sólo México y Etiopía derrotaron con las armas a un ejército europeo, el francés y el italiano respectivamente
[18] Hay varias colecciones completas de estas publicaciones periódicas, una de ellas se encuentra en la Hemeroteca Nacional , en Ciudad Universitaria.
[19] Op. Cit.
[20] Aun entre los conservadores algunas mujeres tuvieron visión política, para ello es suficiente revisar los comentarios y apreciaciones sobre la realidad recogidos en el diario de Concha Lombardo, esposa del general Miguel Miramón e hija de un abogado que firmó el Acta de Independencia. Sus Memorias y la correspondencia con su marido manifiestan que los hombres políticos del siglo XIX confiaban en sus cartas muchos secretos de estado a las mujeres que amaban y recibían de ellas consejos pertinentes. A la vez, reseñan en un prólogo y once capítulos el nacimiento, infancia y juventud de una mujer comprometida con los complejos procesos de la segunda mitad del siglo
XIX, que entreteje con una historia de vida mexicana que vale la pena revisar. Doña Concepción narra su matrimonio y, por ello, detalla las circunstancias que rodearon su vida en torno a la intervención del general en la aventura imperial. Asimismo, revela su experiencia tras el fusilamiento de su marido, Mejía y Maximiliano. Cf. Memorias manuscritas de Concepción Lombardo de Miramón. FONDO1859-1917, DCCCII-2, t. I. Colección del Centro de Estudios de Historia de México Condumex. Una parte fue editada