Es un golpe de los dueños de los medios de información, de los jueces clasistas y corruptos, de los políticos al servicio de los terratenientes, y su pretexto es ridículo.
El capitalismo busca recomponerse y expandirse utilizando la crisis actual. Destruye miles de millones de capitales (la mayor parte ficticios) y millares de bancos y empresas para concentrar el capital. Y lanza a la desocupación y la miseria a centenares de millones de trabajadores, aprovechando para imponerles por ese medio la rebaja de sus salarios, la pérdida de sus defensas sindicales, la prolongación de las jornadas de trabajo, la anulación de las leyes sociales para mantener un trabajo siempre en peligro, siempre peor. A la extracción de plusvalía relativa, aumentando la productividad con salarios prácticamente congelados, une la de plusvalía absoluta, aumentando la jornada laboral, extrayendo de la familia obrera el trabajo gratis de sus componentes con tal de obtener entre todos lo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo.
Tal política, en los países industrializados, exige la complicidad de las direcciones sindicales burocratizadas que venden los derechos de sus afiliados, y exige medidas represivas contra las tendencias de clase en el mundo laboral y contra los inmigrantes e indocumentados que forman buena parte de la clase trabajadora, para que ésta se divida, debilite y desorganice.
En los países menos industrializados, en cambio, donde el grueso del capital se basa en una amalgama entre una oligarquía terrateniente de visión feudal y las empresas transnacionales y se apoya en el racismo de las clases acomodadas urbanas (blancas y mestizas) contra las rurales y urbanas pobres (indígenas, negros o mestizos pobres), para mantener el margen de ganancia hay que reducir la parte de los ingresos de los trabajadores, y esa tarea sólo se puede hacer impidiendo su resistencia con un poder dictatorial. Los intentos de golpe de Estado de quienes controlan la justicia, el Congreso, los medios de información y las fuerzas armadas están y estarán, pues, en el orden del día.
En el 2002 se realizó el intento de la oligarquía venezolana, respaldada por Bush y por el gobierno español, y con el apoyo de las clases medias acomodadas de las ciudades, de derribar al presidente Hugo Chávez. La movilización popular dividió política y socialmente a las fuerzas armadas y el golpe fracasó. El año pasado, los sojeros y ganaderos de Santa Cruz, en Bolivia, intentaron un golpe contra Evo Morales que fracasó por la movilización campesinas hacia esa ciudad y la pronta reacción de los gobiernos de la Unasur. Recientemente, la salvaje burguesía guatemalteca creyó oportuno un golpe de Estado contra el presidente tímidamente reformista Álvaro Colom, al que había espiado y vigilado desde el primer momento. La movilización campesina e indígena creó una situación fluida, donde siempre es posible otro zarpazo gorila con el apoyo unas clases medias temerosas de que el ascenso social de los sectores populares pueda hacerles perder sus magros privilegios. Ahora se produjo el golpe contra el presidente Manuel Zelaya, que llevó Honduras a la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA). Es un golpe de los dueños de los medios de información, de los jueces clasistas y corruptos, de los políticos al servicio de los terratenientes, y su pretexto es ridículo.
En efecto, nadie obliga a participar en una consulta que tampoco es vinculante y, si en el futuro se preguntase eventualmente si los electores desean reformar la Constitución, bastaría con responder no (y ganar la elección) para mantener la Carta Magna actual. El ejército, en cambio, secuestró de madrugada y expulsó del país al presidente y a varios ministros, golpeó a embajadores de países del ALBA, el Congreso falsificó posteriormente una carta de renuncia de Zelaya y, sobre esa base, 20 horas después de haberlo echado con las bayonetas, lo destituyó y nombró un usurpador de la presidencia como presidente interino.
La OEA, la ONU, los países centroamericanos y el propio presidente de Estados Unidos declararon de inmediato que sólo reconocían a Zelaya. Como en el caso de Bolivia, los presidentes del grupo ALBA pero también otros mucho más moderados (Lula, Tabaré Vázquez, Cristina Fernández de Kirchner, Michelle Bachelet, Oscar Arias), temen una vuelta a los años 1970, a los golpes de Estado y las dictaduras porque en todos los países la derecha quiere defender sus enormes márgenes de ganancia amenazados por la crisis y por las reivindicaciones de los trabajadores. El propio Obama no puede hacer lo que habría hecho George W. Bush (apoyar a los gorilas) porque perdería así el apoyo de los hispanos y los trabajadores en Estados Unidos y el de los demócratas de todo el mundo junto con los frutos recientes de su campaña personal de apertura hacia América Latina.
No se puede hablar, pues, de un nuevo golpe “de la embajada gringa”, ni del “primer golpe de Obama”, aunque buena parte de las transnacionales estadounidenses y de sus representantes en el establishment de Estados Unidos (Otto Reich, Negroponte y Cía) puedan estar detrás de los golpistas. Lo que es evidente es que no basta el repudio de los gobiernos para derrotar a éstos y que es necesario aplastarlos de modo ejemplar antes de que su ejemplo siente un precedente, ya que el capitalismo no puede recuperarse manteniendo los mismos márgenes de democracia y las conquistas sociales que le fueron arrancados por los trabajadores en la segunda postguerra.
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