Palabra de Antígona (columna)
Por Sara Lovera*
A un país crispado, con espacios tan irreconciliables como el nuestro, le vendría bien un personaje capaz de generar conciliaciones varias. Alguien que lograra, con toda sabiduría y destreza llamar a diálogos diversos, en distintos espacios de la sociedad.
De esa estirpe conozco pocas biografías. Con frecuencia, en vida son personas incomprendidas,
jaloneadas por esa necedad y pasión que obliga a definirse en un lado u otro.
Se llama sistema binario. Se hace el bien o el mal. Se mira blanco o negro. Al final hay que tener una posición. También se llama dogmatismo.
Cecilia era capaz de sentar en un mismo lugar a enemistades de las que pensábamos sólo podrían enfrentarse, incapaces de ser convidadas a la misma mesa. Lo procuraba con el único afán de encontrar la salida a un problema, de reflexionar y dialogar para continuar un camino, un proyecto, una promesa o eso tan ansiado por millones de personas que es la paz.
Y en esta época de nuestras incapacidades para comprender a la otra, al otro. De definiciones cerradas, de descomposición de lo estrictamente humano, en la más amplia de sus acepciones, es difícil reconocer el valor de esa estirpe a la que perteneció Cecilia Loría Saviñón.
No la puedo calificar con esa vulgaridad sintética de luchadora. No. Ella estaba convencida de que había nuevas formas de entendimiento. La conocí hace tanto que no recuerdo, no se la podía, entonces, calificar de feminista, que siempre denota un extremo para la ignorancia supina y patriarcal.
La conocí en su labor de acompañamiento a presos políticos y a las madres de los desaparecidos.
Quizá ahí aprendió a esperar de la otra respuesta humana. A las doñas, como se las conoce a las mujeres del grupo Eureka, las procuraba y hacía esa labor difícil de tratar de convencer a una autoridad de que tener un hijo, a un ser querido desaparecido, apresado, secuestrado, levantado, hace realmente sufrir.
Cecilia siempre parecía tener fe en eso humano que hoy día perdemos a cada instante, a veces, como me decía Julia Pérez cerca del féretro, que nos lleva con tanta rapidez a la urgencia de luchar, hablar, gritar, pretender, que al final nos olvidamos de nosotras mismas, que no nos aprovechamos, y todo por unas cuentas de vidrio coloreado. Por tan poca cosa y simple, como que alguien me diga que valgo.
Son, decía Cecilia almas solitarias, en pena y profundamente desamparadas, sin amor, y Cecilia sabía de eso, desde su gabinete de psicoanalista.
Por ello en su funeral estábamos todas las voces. Ahí, en el sitio de la despedida, hubiéramos podido hacer una reunión de discusión serena, invadidas e invadidos por la falta de articulación de un discurso capaz de bajar nuestros malos instintos, nuestra necesidad de reconocimiento permanente o de protagonismo, búsqueda de la brújula perdida, que Cecilia, la terapeuta, entendía tan bien.
Eso para las mujeres. Pero estaban también los hombres, los más disímbolos que yo he conocido y tratado; los más competitivos y los más serenos; los que han tomado decisiones y gritan, y los más discretos.
Me sorprendió, ya en camino al túnel de la no vida material, esa capacidad de convocarnos a compartir, así fuera la tristeza de decir adiós.
Cecilia es parte de la historia del feminismo contemporáneo, pero lo es de las organizaciones sociales surgidas después del sismo de 1985; de la historia de aprendizaje de cientos de mujeres que recibieron cátedra de ella, las líneas, el valor de la inteligencia, el valor de la palabra, de esa capacidad de reconocer en otra lo que a mí
me falta y de hacer concierto entre todas para librarnos de lo que nos oprime. De tener capacidad de escucha y luego tomar decisiones, posiciones y actitudes.
Estoy segura que nos vendría bien tener capacidad para comprender a una persona que auténticamente
busca tender puentes. Le llaman educadoras para la paz. Entender a quién no quiere tomar una posición enfrentada nunca. Y que objetivamente no busca más que la posibilidad de llegar a acuerdos.
Cecilia, entre muchas de nosotras, era el referente para lograr resolver conflictos entre grupos y organizaciones. Dejó, por fortuna, una estela de alumnas y alumnos.
Me acuerdo que estuvo con las mujeres en las montañas de Chiapas, y que trató a Marcos, y quiso hacer labor de paz, como intentó, unos días antes del 6 de julio de 2006, construir una corriente que evitara el desastre, la división, para que no se fuera a partir en dos el país. Lo hizo con el apoyo de las Naciones Unidas.
Cecilia Loría fue una conciliadora nata.
Cecilia Lorìa murió el domingo 7 de diciembre a una hora cercana a las 3 de la tarde.
Convocó en vida a las más disímbolas voces.
Participó durante más de 25 años en los espacios donde se busca justicia, asociaciones, grupos, comunidades y frentes. Fue entusiasta permanente para establecer zonas de unidad.
Me acuerdo cuando se construyó la Asamblea Nacional de Mujeres, que llamó a no movernos de la silla hasta no conseguir entendernos y presentar juntas a todos los candidatos de todos los partidos propuestas de las mujeres, a sabiendas de que había cosas de imposible conciliación.
Me encontré en el funeral a Mateo Lejarza, en la más profunda reflexión, porque Cecilia también
ayudó o estuvo en la construcción de nuevas formas de organización de los trabajadores.
Y ahí, en el funeral, todas y todos, venidas de diferentes lugares y caminos que no habrían, por ejemplo, asistido en estos tiempos a una misma fiesta. Menos a dialogar para resolver, por una vez en su vida, el que las mujeres dejen de ser violentadas y hagamos posible la operación de una ley de papel todavía.
O simplemente para ponernos de acuerdo para el próximo Encuentro Feminista Latinoamericano y del
Caribe, sin descalificaciones a priori.
Estaban ahí lo mismo Margarita Zavala y Josefina Vázquez Mota, que Sabina Berman, Rosario Robles y Hortensia Aragón, la flamante secretaria general del PRD; pero también estaba la directora de Cuadernos Feministas, Josefina Chávez y la del Instituto de las Mujeres del Distrito Federal, Malú Micher. No faltaron connotadas priistas.
Sus amigas de Cecilia y muchas jóvenes del Grupo de Educación para Mujeres (GEM) que Cecilia fundó
con otras mujeres; y estaban mujeres de barrio, de Santo Domingo con las que trató Cecilia desde
GEM durante muchos años. Y estaba Raúl Álvarez Garín del grupo del 68, pero con tristeza en sus
miradas, no sé si reflexión, muchas y muchos funcionarios de edades y colocaciones distintas.
Y así le dijimos adiós Cecilia Loría. Parece que la escucho, como tantas veces a lo largo del
tiempo, sin ser amigas, pero sí compañeras. A mí que se me rompe en un instante la serenidad y digo cualquier cosa. "Sara, por favor reflexiona".
* Periodista mexicana. Cumple 40 años de vida profesional en 2008. Es integrante del Consejo
Directivo de CIMAC, corresponsal de Semlac en México, integrante del Consejo del Instituto de
las Mujeres del Distrito Federal y todos los lunes forma parte de la Mesa Periodistas del
Canal 21, el Canal de la Ciudad de México en TV por Internet. Nominada a 100 mujeres por el Nobel de la Paz.
saralovera@yahoo.com.mx
lunes, 15 de diciembre de 2008
-- La Unidad y la Conciliación que enseñó Cecilia Loría
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