Todas las antropólogas, activistas de derechos humanos, sociólogas, abogadas y feministas involucradas en la denuncia y esclarecimiento de los delitos de feminicidio y violación de las mujeres en México me han confirmado que el silenciamiento de estos delitos en el marco de la “guerra al narcotráfico” es precisamente eso: una práctica del estado que invisibiliza lo que les pasa a las mujeres en la historia.
Eso es, desde hace cuatro años las violencias extremas contra las mujeres no han desparecido, más bien se han incrementado. En Ciudad Juárez hoy se asesina “por lo menos” a una mujer al día, y, en el resto del país en el mismo lapso de tiempo, otras cuatro son asesinadas, después de haber sido torturadas y secuestradas. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió gracias a valientes periodistas, mujeres y hombres, a mediados de la década de 1990, hoy no se debe, no se puede hablar, escribir, publicar nada sobre ello porque la orden de la cultura patriarcal, que se afianza en múltiples descalificaciones de las mujeres, y tipifica una especie de contubernio entre agentes del estado, tribunales y violadores y feminicidas, impone que la experiencia femenina desaparezca de la memoria colectiva, no tenga importancia social y no se le otorguen instrumentos legales e históricos para reivindicar su valor político.
En el Seminario Permanente de Derechos Humanos de las Mujeres que, junto con Norma Mogrovejo y Mariana Berlanga, hemos logrados instalar desde hace tres años en el marco de la Maestría en Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México gracias al apoyo de su director Enrique González Ruiz, hemos venido recuperando una enseñanza feminista, una pedagogía del desvelamiento de los tabús para considerar el sistema de derecho. Con las estudiantes, mujeres y hombres (aunque los hombres que se inscriben son muy poquitos, porque hablar con mujeres develando el contexto patriarcal en el cual ambos estamos inmersos es un acto de valentía que pocos acometen) asumimos que es necesario hablar de nuestros propios tabús con referencia al sexo y los imaginarios que compartimos con la sociedad alrededor de la sexualidad y de la violencia sexual.
La lectura de experiencias y reflexiones propias de las mujeres latinoamericanas, en particular las experiencias sobre las violaciones en contexto de guerra y represión política llevadas a cabo por las guatemaltecas y las hondureñas, nos sirven para entender que no hay un lugar neutro, “políticamente correcto o aséptico”, como dice la abogada guatemalteca Andrea Diez, para que las mujeres nos involucremos en una red discursiva o en una práctica política feminista sobre la sexualidad. En particular, si nos asumimos como personas con una mirada crítica ante las violaciones y torturas sexuales o como defensoras de los derechos de las mujeres ante estos crímenes de lesa humanidad, no debemos creer que sea posible hablar de temas sexuales guardando nuestro propio sexo y sexualidad en el bolsillo para trabajar sobre la sexualidad de otras.
Siempre he considerado que Centroamérica es el laboratorio donde se ensayan todas las represiones y formas de coerción de las derechas de América. No es casual que haya sido en Honduras donde se ensayó en 2009 una nueva táctica para legitimar los golpes de estado contra los gobiernos tímidamente progresistas, después de 20 años de retórica democrática. Ni que sea en Costa Rica, país sin ejército desde 1948, donde haya desembarcado la marina estadounidense para “defender” a su población de las agresiones del narcotráfico. La lógica es que si en Centroamérica estas tretas represivas no son desenmascaradas y frenadas, serán aplicables en todos los demás países de América Latina.
Ahora bien, las feministas centroamericanas son también capaces de hacer esta lectura, por lo tanto, sus trabajos y descubrimientos sirven en toda América para comprender qué pasa con la violencia contra las mujeres en los contextos de guerra. Es fundamental para todas aprender de sus investigaciones acerca de que la guerra es un espacio-tiempo donde se exacerban prácticas cotidianas que la cultura patriarcal normaliza: la guerra no inventa las violaciones, no inaugura los feminicidios, no silencia que la vida, la dignidad y la libertad de las mujeres no forman parte de las causas de un levantamiento social, no son reivindicaciones precisas de los movimientos de liberación ni de los idearios revolucionarios, y que de eso se aprovechan las derechas.
En Tejidos que lleva el alma. Memoria de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado (F&G Editores, Guatemala, 2009), una investigación participativa y horizontal con mayas queqchies, mam, chuj y kaqchikeles, dirigida por Amandine Fulchiron y asesorada por Patricia Castañeda, junto con el Equipo de Estudios Comunitarios y Acción Psicosocial y la Unión Nacional de Mujeres Guatemaltecas, se lee cómo las violaciones se inscriben dentro de la normalidad, tomando en cuenta que en toda cultura patriarcal los hombres consideran tener derecho a poseer a una mujer que les provea de servicios sexuales y se justifican apelando a un imaginario social según el cual la violación responde a supuestas “necesidades biológicas”. Estas violaciones se exacerban cuando las mujeres pertenecen a pueblos originarios, en cuanto el imaginario social normaliza con la misma fuerza la sumisión, explotación y menosprecio de las culturas no occidentales de América. La violación de una mujer indígena, desde este parámetro, es doblemente normalizada.
En todo contexto de guerra, y la estrafalaria Guerra al Narcotráfico declarada por el poder ejecutivo en México ha creado este contexto, los hombres seguirán haciendo en tiempo de guerra lo que hacían en tiempo de paz: seguirán asociando la violación, las torturas sexuales y el asesinato de mujeres al ámbito de lo privado y no a lo público, pero inscribirán sus actos en una especie de “teoría del botín de guerra” que implica que los soldados tienen derecho al desahogo y el placer en recompensa de todos los esfuerzos que hacen en nombre del pueblo, para el honor de la nación, en nombre de la justicia.
Dado que las y los responsables de aplicar la ley contra los delitos que se comenten en tiempos de paz y de guerra comparten los prejuicios sobre la sexualidad y el sexo de las mujeres violadas, torturadas y asesinadas, es muy importante que las mujeres asumamos una posición feminista y sigamos generando contra-discursos culturales que nos permitan a todas, mujeres y hombres, resignificar políticamente la violación sexual, leerla como un problema político y plantearlo como un asunto estratégico para, como dice Amandine Fulchiron, transformar la condición de opresión de las mujeres.
Como primer ejercicio, hagamos lo que hacen las feministas guatemaltecas: neguémonos a creer que la violación es un acto de promiscuidad femenina como lo consideran violadores, jueces, abogadas/os, fiscales; interpretemos y denunciemos los imaginarios, mitos, tabús, discursos y normas establecidos por la ideología patriarcal alrededor de la sexualidad, la libertad y la vida de las mujeres. Empecemos hoy, en nuestra casa, en nuestro barrio, con nuestros padres, con nuestros amantes, con nuestros hijos.
Como defensoras de los derechos humanos de las mujeres hoy contamos para ello con una incipiente jurisdicción, aportada por los Tribunales Penales Internacionales que juzgaron los horrores de Yugoslavia y Ruanda y Guatemala. Los avances jurídicos que establecieron, nos permiten exigir que la defensa de las mujeres se base sobre hechos reales y no sobre estereotipos alrededor de su conducta sexual. Niegan, por ejemplo, que se presente como defensa el supuesto consentimiento de la víctima en la violación, pues todas las torturas sexuales se dan siempre en un contexto de coacción. El Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, en su artículo 7, califica la violación, la esclavitud sexual, la prostitución forzada, el embarazo forzado, la esterilización forzada y otros abusos sexuales, como crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Entre ellos, podríamos ubicar, por ejemplo, la prisión sin justificación de mujeres que por un aborto espontáneo fueron sometidas a penas de asesinato y purgaron años de encarcelamiento por motivos ideológicos de estado.