Por Sara Lovera*
Hoy se percibe una rabia contenida en decenas de familias mexicanas. Un desencanto que congela el alma. Viven una indignación que no tiene ninguna salida pública. Un estado de emoción que se convierte en una profunda frustración e impotencia que amenaza con convertirse en ira.
Son las familias que han perdido a un ser amado después de un secuestro. Que a la desaparición se suma la tortura, la muerte, el crimen.
Es igual que una mujer violada, que no puede jamás explicarse por qué ella. ¿Qué hizo? ¿Por qué fue víctima de tan repugnante crimen?
Los deudos de un asesinato resultado de un secuestro sienten lo mismo. Son las familias que nadie conoce, sin espacios en la prensa, sin amigos influyentes; son las que hacen sala de espera en las procuradurías generales de justicia de cualquier entidad de la República, a las que se les dan largas y siempre esperan, sin esperanza.
Al miedo se suman el dolor, el luto, el trauma psicológico. No encuentran ninguna explicación.
Las esposas, viudas sin saberlo, las madres que piensan que no es posible. Los hijos que se desengañan de un sistema que los oprime y los desgarra.
En silencio y con sufrimiento conocen del secuestro de su amado hijo, sobrino, primo, padre, hermano, tío. O, como ya hemos visto, también pasa con las hijas, sobrinas, madres, hermanas, tías…
Nadie les escucha, creen –en principio- que las policías habrán de investigar. Los funcionarios de ceño duro los citan, una y otra vez, les toman datos, preguntan sin dar respuestas, les piden frecuentemente dinero, abren expedientes que acumulan en alguna parte. Muchas familias prefieren arreglárselas por cuenta propia, no acuden a las autoridades, no les creen.
Luego la nada, sin reflectores de ninguna clase, la anomia lo invade todo.
De acuerdo con la organización sin fines de lucro Instituto de los Ciudadanos para el Estudio del Crimen se calcula que hay 500 secuestros cada mes en México. La cifra oficial es de 70 denuncias cada cuatro semanas. Muchas de las víctimas nunca son rescatadas.
Se trata de secuestros por dinero a civiles sin protección, expuestos en cualquier recodo del camino, en cualquier circunstancia. Heridas sociales, vistas como privadas, aisladas.
Son en realidad una estadística de la muerte en estado de opacidad. Y lo más grave es constatar que es mentira que exista alguna coordinación policial. Es claro para quienes han vivido una experiencia de este tipo que la Conferencia Nacional de Procuradores no opera, no hay archivos, no hay bandas detectadas, no hay vinculación de ningún tipo.
Hace unos días me enteré, con enorme angustia de un caso de secuestro que terminó con el crimen del secuestrado. Se denunció inmediatamente, porque hubo testigos. Se confió en las autoridades de la Procuraduría General de la República, se siguieron sus instrucciones, no se atendió a la posibilidad de negociar con inopinados personajes que se encargan de hacer “enlaces”.
A la demanda de los secuestradores, parte del crimen organizado que ha devenido en un negocio lucrativo, se atiende, se pide tiempo. Luego el silencio absoluto.
Pasó el tiempo, meses. De las autoridades nada. El muchacho fue asesinado, tirado en algún llano. Localizado casualmente, no se le identifica, se va al hoyo de los muertos sin nombre, sin perfil. A la familia no le queda otra que creer que es su pariente lo que les muestran en fotografías, que se trata de la misma persona llevada por la fuerza una noche oscura y al que ya le rezaban con antelación.
Las mujeres de la familia me contaron que meses después se unió el expediente de una procuraduría a otra, se constata la desarticulación de esos expedientes y como decía antes la inoperatividad y desvinculación entre las procuradurías de los estados y de éstos con la federación.
Por todo reciben un juego de fotos, indicios, promesas, nada.
La familia le dio sepultura. Pero no hay nada claro, nadie investigó a tiempo, no hay detenidos, no hay culpables. No hay justicia.
Nadie sabe cuántas familias viven esa terrible situación, cuántos secuestrados existen realmente. Cuántos han perdido la vida y acaban en una fosa común, porque no existe ninguna real coordinación policiaca, a pesar de las maravillosas técnicas tipo FBI, los datos, las citas, los peritajes, las promesas de que lo encontrarán y lo devolverán. Lo que hay es un vacío.
Se diría que estas familias permanecen ahogadas en la injusticia de un país donde no existe el estado de derecho ni la seguridad para nadie.
Las declaraciones de la autoridad son rimbombantes. Se dice que en el momento que la autoridad empieza a atacar a los narcotraficantes, éstos sacan dinero de otro lado y si les rompen su estructura se dedican al secuestro, al robo de vehículos mientras reestructuran su negocio ilícito.
La información del Instituto de los Ciudadanos para el Estudio del Crimen señala que en el Distrito Federal han salido libres 251 secuestradores en los últimos dos años. Estas personas que no han cumplido su sentencia, que salieron sin estar readaptados, se vuelven a dedicar al mismo tema.
Es a todas luces una omisión inaceptable, responsabilidad de las autoridades estatales y municipales, cuyo argumento es que muchas veces no actúan bajo la creencia de que se trata de un asunto federal. Verdadero cinismo.
En 2005, José Antonio Ortega Sánchez, presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C., informó que en los últimos diez años 250 víctimas de secuestro fueron asesinadas por sus captores.
El caso del joven Fernando Martí sacó a relucir muchas cifras, muchos comentarios, se dijo entonces que México tiene el segundo lugar en secuestros, otras organizaciones revelaron cómo empieza a convertirse este asunto en cotidiano; crímenes que hieren el equilibrio de los deudos, mujeres/madres que se llenan de coraje. Luego rezan, sepultan, se frustran.
.La esposa del muchacho de que hago referencia, asegura que irá al fondo del asunto. ¿Si? Me pregunto y con qué armas, con qué posibilidades, con qué esperanza, con qué motivo. La justicia, me dice, esa que tendría que suceder. Esa que se nos anuncia, esa que forma parte de los spots televisivos, esa de la que dice se hace cargo el gobierno. Por ella voy, me asegura.
Se multiplican así núcleos civiles por doquier, nuevas fundaciones, estadística y nuevas declaraciones. La madre llora en su lecho. Prende un cirio y rememora sus primeros años, sus primeros juegos, sus primeras letras, sus días alegres. Ha comenzado el duelo, que se realiza en la intimidad de un alma herida, en solitario.
La desaparición definitiva, sin resultado es la peor, dicen los psicólogos. Pero el asesinato, el crimen, sin explicación dura a la madre o la viuda toda la vida. Para eso no existe una política pública, un mendrugo de pan, ni una caricia y si hubiera nada sería insuficiente. Se vuelve a la nada, al vacío, a la impotencia.
Lo cierto es que no existe ninguna instancia que atienda el trauma psicológico de los deudos. Ni existe quien mitigue el dolor. El secuestro empieza a formar parte de una historia en México.