Por Norma Vazquez
tziar, Iciar, It-sar, Ichtar, Aisat… eran algunas de las voces en que sonaba su nombre vasco con el deje mexicano de las mujeres que siempre la rodearon. Mujer menuda y de sonrisa permanente voló pronto de su barrio Getxotarra de Las Arenas para, allá por los años 60, cruzar el Atlántico. Tras su período norteamericano de estudios donde decidió llamarse Karen porque, como decía entre risas, “esos gringos ni se imaginaban cómo se podía pronunciar mi nombre”, fue uno tiempito a México. Se quedó el resto de su vida, hasta el 24 de septiembre en que su cuerpo se agotó entre la lucha contra el cáncer y sus inmensas ganas de vivir.
Vasco-mexicana como era, la nacionalidad era apenas un rasgo, no el principal. Su primera definición fue la de feminista. Incansable, pionera, maestra. Posiblemente no haya grupo feminista que en México y Centroamérica no sepa quién es ella, no recuerde su inconfundible acento mestizo enfundado en un tono suave y cadencioso, a veces imperceptible. Viajera incansable, tenía una inmensa pasión por escuchar. Era toda ella una gran oreja, siempre dispuesta, demasiado dispuesta quizá. Llevó a la Ciudad de México su saber y convicciones, una de ellas la distinguió de entre el reducido grupo de feministas de los años 70. Estaba convencida que el feminismo no debería ser exclusivo de una élite, que era posible y necesario que las mujeres más pobres se reconocieran en sus propuestas. Porque para ella, a las mujeres había que verlas más allá de la carencia y descubrir su fuerza, su rebeldía allá donde se pusiera.
Peleó por años por su idea, organizó encuentros, impartió miles de charlas, talleres, cursos, dio un nuevo empuje a CIDHAL, el centro para mujeres más antiguo de América Latina que allá por 1969 creara otra mujer de alas grandes: Betsy Hollands, cobijó iniciativas, redes nacionales y latinoamericanas… y hasta tuvo su período de funcionaria en el Instituto de la Mujer de la Ciudad de México.
Dejó su estela entre las feministas mexicanas, con su andar deprisa y su despiste permanente. Con una voluntad a prueba de resistencias, dándole vueltas al cansancio de las más jóvenes. Y cuando ya no quedaba nadie despierta para escucharle uno más de sus múltiples proyectos, cuando detectaba que sus interlocutoras no podían digerir una palabra más, podía sacar su armónica y convertir sus ideas en un dulce sonido, con canciones que se quedaban a la mitad porque nunca le alcanzaba el tiempo para aprenderlas todas, salvo “Las mañanitas” que tocaba siempre que se prestaba la ocasión.
Hubo un tiempo en que se planteó la vuelta a Las Arenas pero al final nunca se decidía. Cuando la enfermedad la alcanzó tomó la decisión definitiva. Por más de 40 años había creado su casa en la Ciudad de México, en las últimas dos décadas en el barrio de La Condesa, dejando entrar por la ventana de su despacho el olor dulce de la pastelería La Gran Vía y a uno pasos del parque España, ese que se construyó para recordar a los refugiados de la guerra civil. Decidió morir allí rodeada del cariño de Isabel, de sus amigas, de sus hermanas, de sus sobrinas... Demasiada vida para comprimirla en unos párrafos, demasiados recuerdos… sólo queda repetir el saludo que usaba cuando venía por estas tierras: “Agur manita, hasta la siguiente, allá, acá, o vaya usté a saber donde”.
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