domingo, 20 de marzo de 2011

El Estado y la Violencia

Teresa Incháustegui *

En memoria de los deudos de la familia Reyes Salazar y en solidaridad con Layda y Roberto, luchadores ejemplares a favor de la justicia Retomo lo que señala Roberto Zamarripa en la introducción del libro Confesión de un sicario de Juan Carlos Reyna: la guerra declarada en 2007 por Calderón rompió las reglas del acomodo y cohabitación entre narcotráfico y gobierno —ya bastante trastocadas por la democratización iniciada en 1983 y la fragmentación del poder político en México que acarreó la alternancia en 2000— sin que hasta el momento se hayan repuesto los términos de convivencia entre el crimen y las instituciones, que por décadas establecieron una cierta gobernabilidad del narco (analizada y caracterizada esta regulación desde 1998 por académicos y expertos de la talla de John Bailey y reconocida por políticos como Miguel de la Madrid y Sócrates Rizzo).

Esta lucha abierta entre la violencia armada del Estado y la violencia armada de los cárteles y organizaciones de criminales es una declaración tácita de que el Estado de derechos civilizado y civilizatorio en México ha periclitado en favor de un Estado del terror que multiplica la violencia indiscriminada. Porque lo que impera en los territorios vigilados por los cuerpos de seguridad del Estado (militares y policías) es el aumento de la ilegalidad y el crimen. No la ley y la justicia del Estado de derechos.

La violencia del Estado moderno es la vigencia de la ley, que es la única violencia tolerable en un orden civilizatorio. El monopolio de la violencia legítima es la posibilidad del castigo ejemplar a los delincuentes a través de un sistema de justicia que sopesa y juzga su grado de culpabilidad y envía la señal de que no habrá crimen impune. La señal de un Estado que no castiga delincuentes y se arma para perseguirlos a campo traviesa, es que ha renunciado a la civilidad, a los derechos, al imperio de la justicia y se ha echado al mismo camino que los delincuentes. Tomando la violencia, que es la regla de oro de los criminales (la única divisa que al final de cuentas los ordena) como regla del Estado. Al ingresar en ese terreno, el Estado ya perdió, porque es la ley de la criminalidad, el imperio de la violencia, la que se ha impuesto.

Esto es lo que pasa en Ciudad Juárez, en el Valle de Juárez y en otras ciudades donde se ha desplegado esa estrategia. Ahí la inseguridad deriva tanto de las organizaciones criminales como de los cuerpos policiales y militares que actúan por fuera o por encima de las leyes. Ya no se distingue la acción del Estado de la de los criminales; usan el mismo método, las mismas armas y, en ocasiones, ¡hasta los mismos uniformes y emblemas! Se han mimetizado y confundido, y por eso la población les teme y les rechaza a ambos.

El imperio de la ilegalidad se ha impuesto. De poco sirve el manodurismo punitivo si los delincuentes no son aprehendidos ni juzgados. Y en vez del imperio de la justicia lo que tenemos es la multiplicación de los mercados criminales: extendida extorsión a negocios y profesionales, secuestros, feminicidios, levantones, desapariciones forzadas, muertes inocentes en los fuegos cruzados, asesinatos colectivos con tufo a limpieza social, violaciones a domicilios, juicios sumarios, aniquilamiento de activistas y luchadores de derechos humanos, huérfanos y familias laceradas en una guerra sin cuento.

¿Cuáles son los cursos de acción en este escenario? En el marco en que se ubican las posturas oficiales, los cursos posibles transitan por el escalamiento o la prolongación de la violencia y la excepción de la ley. Legalizar esta estrategia es el objetivo de las iniciativas de seguridad nacional confeccionadas desde el gobierno. Pero como se ha visto, cualquier escalada de la fuerza pública o militar del Estado, es susceptible de contestarse con el terrorismo criminal y desatar los abusos de los guardianes de la ley en contra de los derechos humanos de la población a niveles también de terror, convirtiendo a las ya martirizadas ciudades norteñas en un verdadero infierno. Sin descontar el hecho de que una escalada de este tipo se considere que amenaza a la seguridad nacional del país vecino y decidan invadirnos. ¿Eso se busca?

Contrariamente a lo que se ha machado desde los ámbitos oficiales y oficiosos, dar un viraje a esa ruta no es claudicar sino tomar otra dirección. En principio es indispensable fortalecer y depurar a las instituciones de justicia, en vez de sobreinvertir en las de seguridad. Además de desplegar una estrategia de inteligencia anticriminal activa, limpiar a las organizaciones policiales y crear la carrera policial con derechos laborales y códigos de comportamiento con reglas claras para que los elementos no se vean obligados a trabajar en la duplicidad de reglas impuestas por los mandos superiores, que muchas veces los obligan a ejercer su función de guardianes del orden, violando la ley. Tercero, lanzar una política social de amplio espectro para desarraigar la criminalidad del tejido social, reducir y eliminar la exclusión social, fortalecer la participación ciudadana, remontar la cultura de la ilegalidad y, sobre todo, curar el alma de las familias agredidas por esta guerra sin sentido.

Tal vez éste sea un camino más largo, pero ¿para qué queremos llegar rápido a la descomposición del Estado de derechos en México o a una guerra civil?

*Diputada por el PRD. Texto publicado en El Universal

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