Sembrando tiranía en Estado Unidos
Elizabeth Maier*
El fascismo y el antifascismo se intimaron en las historias de mi vida familiar. Mis padres, europeos, inmigraron a Estados Unidos desde países y contextos étnicos-religiosos y de clase también contrastantes. Mi padre pasó sus primeros dieciséis años en su pueblo natal en los Alpes de Austria, frontera con Italia y Eslovenia, siendo el hijo mayor de una familia católica de clase trabajadora. Con el paso del tiempo la familia se agrandó, y sus hermanos menores fueron conscriptos a la causa del Nacionalismo Socialista (Nazi) después de la invasión alemana a Austria. Antes de esto, en 1924, mi padre salió rumbo a Nueva York en búsqueda de una nueva vida, al igual que mi madre a sus dieciocho años desde un pueblo cerca de Frankfurt, Alemania, después que su familia judía, terrateniente menor, perdió toda su riqueza en el crac europeo. La reducida economía familiar le impidió entrar a una universidad privada alemana, por lo que decidió viajar a Estados Unidos con la insignia de cumplir las expectativas familiares que desde niña le inculcaron, a pesar de ser mujer. Llegó en 1928, antes de la elección de Hitler y una década antes de la aplicación de la solución final.
En este contexto, mis padres se conocieron en el movimiento antifascista en Nueva York, que aglutinó inmigrantes de habla alemana para salvar vidas, defender una agenda antifascista y participar en la política local de los barrios alemanes de la gran manzana. Mi padre rompió relaciones con su familia debido a sus vínculos con el nazismo, mientras que mi madre se dedicó a salvar la vida de su familia nuclear, inmigrándoles a Nueva York, mientras lloraba a sus tías, tíos, primas y primos asesinados y asesinadas en los campos alemanes de exterminio. Así que el fascismo y el antifascismo se han tatuado en mi conciencia desde muy pequeña.
En su libro How Fascism Works (Cómo funciona el fascismo), Jason Stanley –profesor de filosofía de la Universidad de Yale– identifica distintas características fundacionales que confluyen en la edificación de lo que él llama “políticas fascistas”, las cuales incluyen: 1) la invocación de un pasado mítico puro, fetichizado, supuestamente manchado por la presencia de otros/as, razas, etnias, afinidades religiosas o pensamientos culturales distintos; 2) la construcción de la otraedad como amenaza a los privilegios y espacios que se habitan en el imaginario purista excluyente; 3) la edificación de familia patriarcal heterosexual –con sus identidades desiguales, estereotipos emocionales y morales diferenciales y división laboral– como la base de organización societal; 4) el debilitamiento y/o demolición progresiva de las instituciones que sustentan el Estado y la democracia liberales; 5) la descalificación y represión de la prensa libre; 6) el anti intelectualismo, la desvalorización de la ciencia y la creación de discursos alternos que fungen como propaganda política.
Dichas facetas adquieren contenidos particulares según el país, pero siempre enalteciendo una representación imaginaria de la nación que idealiza su historia demográfica, política, económica y cultural. En el caso de Estados Unidos –en referencia a los primeros dos rasgos de las políticas fascistas– durante la campaña de 2015, el entonces candidato presidencial, actual presidente Donald Trump, comandó el cuestionamiento de la pertinencia ciudadana y cultural del primer presidente afroamericano del país, insistiendo que Barak Obama nació en África, un extraño que usurpaba un sitio de pertenecía blanca. Actualmente, se exacerba la misma opinión contra Kamala Harris, hija de inmigrantes de Jamaica e India y recientemente nombrada como primera candidata de colora a la vicepresidencia. Cuando Trump arrancó su primera campaña presidencial se presumió la diversificación del montaje de otraedad con el señalamiento de los inmigrantes mexicanos como “traficantes de drogas y violadores de mujeres”, aunque quizás “algunos son buenas personas”. En contraste, en abril de 2017, cuando grupos neonazis y supremacistas blancos invadieron la ciudad de Charlottesville, Virginia, para “unir la derecha” en contra de la remoción de una de las estatuas que personificaba el lado esclavista de la Guerra Civil, el mandatario republicano los calificó como “muy finas personas”, a pesar de sus antorchas alzadas, sus armas automáticas y sus gritos de “los judíos no nos reemplazarán”; dándoles luz verde para una participación más abierta y frecuente en el ámbito público; y garantizando su presencia paramilitar cuando los chiflidos simbólicos de la autoridad los convoque. No es casual la estampa provocadora de las milicias armadas derechistas en las protestas pacíficas del movimiento Black Lives Matter, propiciando recientemente una tragedia cuando un adolescente vigilante armado, profesando la supremacía blanca, mató a dos integrantes de la macha contra la violencia policiaca en Kenosha, Wisconsin.
De tal manera, el tinte racista de la presente administración aparenta ser su característica más definitoria en la construcción de otraedad que define a los regímenes autoritarios y las políticas fascistas. Empero no es el único remitente de exclusión evocado por el actual presidente estadounidense. Con la pretensión de atizar los miedos de sus votantes de cara al reajuste de privilegios y poder que les resulte del reconocimiento de la humanidad y ciudadanía de sectores sociales actualmente subordinados, el discurso racista presidencial se entremezcla con una visión tradicionalista-heteronormativa de género, enraizada en un modelo de masculinidad de plena resistencia a los cambios igualitarios de las últimas seis décadas. Dicho entendimiento de género se exhibe en las constantes agresiones verbales contra las mujeres en el poder, llamándolas “desagradables”, “incapaces” y “ambiciosas” por atreverse a transgredir las exclusivas fronteras del papel tradicional de madre y ama de casa. Asimismo, se han emitido acciones presidenciales que revierten los avances logrados durante la administración de Barack Obama, traduciéndose en políticas excluyentes y discriminatorias para la comunidad LGBTI. La naturalización del acoso y el derecho masculino a la sexualidad no consentida también muestra su adscripción al orden de género desigual, materializada en las múltiples demandas legales contra el presidente y su histórica afirmación que se puede “agarrar a las mujeres por el panucho” por ser un hombre de poder, rico, y famoso.
Este modelo patriarcal de masculinidad caracterizado por la apariencia de fuerza, la supuesta falta de miedo y la “dominación” como el valor definitorio de las relaciones personales, empresariales, políticas e internacionales, explica la politización presidencial del tema del cubrebocas (“no me gusta cómo se me ve”) durante la peor pandemia en la historia del país, que hasta ahora ha cobrado más de 225,000 mil vidas, desproporcionalmente afro-estadounidenses y latinos/a. Las referencias presidenciales –burdas o discretas– que evocan a la desigualdad entre razas y géneros es lo que finalmente colma de sentido a la consigna: “Haga América grande de nuevo” en añoranza a las pautas sociales y culturales de una época pasada, cuando las mujeres (blancas) y las y los negros y latinos/as sabían su lugar.
Sin embargo, fue la apuesta racista del presidente la que definió los festejos del Día de la Independencia este año, premiando a académicos/as y comentaristas afroamericanos/as a rememorar al escritor y pensador Frederick Douglas, quién en 1852 inquirió: ¿“qué significa el 4 de julio para un esclavo?”. Atizando la crisis racial producida por los asesinatos policiacos de George Floyd, Breonna Taylor, Elijah McClain, entre otros/as y el desproporcional desempleo, morbilidad y mortalidad por el Covid-19. Trump confirmó la vuelta oficial al pasado al calificar a las y los participantes del movimiento social antiracista de Black Lives Matter como “turbas enojadas” que promueven el “fascismo ultraizquierdista en búsqueda de borrar la historia y valores nacionales”. En defensa de los monumentos y otros símbolos del lado vencido de la Guerra Civil, el presidente #45 se puso la camiseta de comandante y jefe de la superioridad blanca, invocando su historia, principios, representaciones culturales y héroes como el pasado mítico de la esencia estadounidense.
En cuanto al debilitamiento institucional del Estado liberal democrático que, según Stanley es parte fundamental de “las políticas fascistas”, el régimen de Donald Trump ha demostrado la fragilidad de dichas instituciones utilizando el poder presidencial para progresivamente invalidar o ignorar los mecanismos político-institucionales de control y balance. Así, Trump ha despedido y reemplazado a los encargados de las comisiones que en cada dependencia federal se dedican a la revisión ética de sus políticas y de sus funcionarios/as, nombrando a incondicionales para puestos que anteriormente mostraban altos grados de independencia. Este es el caso de la asignación de William Barr como responsable del Departamento de Justicia, quién en muchos asuntos esenciales se asume más como el abogado personal de Trump que como el Abogado de la Nación.
Aunado a esto y, por encima de la voluntad de las y los gobernantes locales y estatales, en julio el presidente creó una nueva instancia del orden público, integrada por distintas agencias federales policiacas, para “dominar” las protestas” en distintas ciudades calificadas por él como “bastiones demócratas de caos y delincuencia”. Vestidos de militares y con armas de guerra, su presencia en Oregón no sólo azuzó los ánimos de la población local, sino que produjo llamadas de alerta de parte de políticos, políticas y analistas sobre el significado de un pacto policiaco personalizado como precursor de un régimen autoritario. En este sentido, las declaraciones públicas de apoyo a la reelección presidencial de parte de los sindicatos de dichas fuerzas policiacas –como la Patrulla Fronteriza y la Policía Federal– alimentaron mayor inquietud frente al posible debilitamiento del panorama democrático.
Adicionalmente, en un intento por detener el registro de la nueva cara de color de la demografía nacional, que supuestamente otorgará la hegemonía política al Partido Demócrata, el jefe de Estado ordenó reducir el período de colección de datos censales hasta finales de agosto después de que inicialmente lo había extendido hasta finales de octubre por los estragos del Covid-19. Es importante señalar que dicha información no sólo influye en la asignación de los sitios para votar, también orienta las políticas y presupuestos federales y estatales durante los siguientes diez años previos al nuevo censo.
Además, y siguiendo con el vaciamiento institucional, la administración ejecutó políticas que vulneran la eficacia del Servicio Postal de los Estados Unidos –servicio garantizado en la Constitución– mediante restrictivas acciones tecnológicas, mecánicas y laborales operadas por el nuevo Administrador General del Servicio Postal, funcionario inexperto, pero donador principal a la campaña de reelección. Frente al objetivo públicamente admitido por Trump de sembrar dudas en torno al voto por correo (práctica común en 34 estados y en el Distrito de Colombia antes de 2020 e imprescindible en tiempos de pandemia para garantizar que el ejercicio ciudadano no entraña jugar a la vida para las y los votantes), la Cámara de Diputados/as analiza si los daños a las máquinas de conteo del correo, la destrucción de los depósitos de colección y las restricciones a las jornadas laborales conlleven la corrupción del voto y/o resulten en una falta de confianza ciudadana para votar por correo.
Diseminar desconfianza en torno al proceso electoral es una meta central de la campaña de reelección del presidente, antecediendo la posibilidad de reclamar su ilegitimidad sí –como indican todas las encuestas actualmente– la pareja Biden/Harris salga victoriosa. Parte de dicha estrategia se perfiló recientemente cuando programas de radio y medios sociales de ultraderecha y allegados del presidente –incluyendo un alto funcionario– convocaron a civiles a “almacenar municiones para la toma armada de las calles” si Trump pierda la contienda. Sumado al desprecio absoluto por la democracia liberal de dichas voces estadounidenses de ultraderecha, el propio presidente convocó a los Proud Boys –una organización armada, neofascista, supremacista blanca y misógina– a “estar en espera y pendientes” (“stand back and stand by”) para vigilar el proceso electoral y sus resultados. O sea, un ejército civil actuando a nombre de la edificación personal. Sin duda, la elección presidencial estadounidense significará la inclinación del peso de la balanza política hacia un paradigma societal de mayor exclusión o inclusión, hacia un régimen autoritario o democrático, con implicaciones concretas y determinantes para la calidad de vida de vastos sectores de la población. Por esto, y por la conocida afinidad autocrática del actual presidente, estas elecciones serán de las más determinantes en la historia de Estados Unidos.
Hasta ahora no queda claro si tendrán éxito la administración y las fuerzas derechistas excluyentes al emplear dispositivos autoritarios de diseminación de verdades alternas, restricciones para votar y/o fuerzas de ocupación militarizadas o paramilitares para controlar las protestas e intimidar a los y las votantes (como la historia de los regímenes fascistas lo evidencia); o si el empuje transformador de la inclusión contará con el suficiente vigor para ganar las elecciones con un margen indiscutible y lograr construir un nuevo bloque hegemónico. En medio de los múltiples ejemplos de abuso de poder y los estragos de la pandemia, la ciudadanía tendrá que realizar grandes esfuerzos para hacer escuchar su voz.
Enraizadas en lo hondo de mis recuerdos, están las historias familiares del periodo previo a la dictadura fascista en Alemania: cómo la gente –incluyendo las y los judíos– se rieron de Hitler, considerándolo un loco, incapaz y vulgar; cómo nadie pensó que un régimen militar –“basado en la raza”– pudiera emerger en un país formalmente democrático; cómo la población judía se sentía totalmente integrada a la cultura alemana; cómo seis millones de judíos/as y centenares de miles de gitanos/as, LGBTI y miembros de la resistencia murieron en los campos de exterminio. Habrá que preguntarse qué nos enseña la Historia y cómo evitar que se repita, hoy en día en el país más poderoso del mundo, con la mayor reserva de armas tradicionales y nucleares del planeta.
*Feminista, investigadora en el Colegio de la Frontera Norte, integrante del Comité Editorial de Cuadernos Feministas.
2 comentarios:
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