Cristina Solis Reyes*
La relación que he tenido con la cocina y la comida a lo largo de mi vida me viene de familia, casi una herencia genética que ha moldeado y dirigido el sentido de mi existencia. Esta relación me ha resultado tan natural que llegué a pensar que era así para todo el género humano hasta que la adultez me enfrentó con la otra percepción que ha hecho de la cocina el lugar de sometimiento y desperdicio de tiempo para muchísimas mujeres. Por supuesto no pienso en lo que ha significado la alta cocina en nuestros días, lo que vemos en los programas de televisión donde grandes chefs se convierten en figuras públicas y son unos virtuosos del quehacer culinario. No, me refiero a hacer de comer del diario, ese continuo que han desempeñado miles y miles de seres para que la humanidad se perpetúe.
La historia ha brindado algunas respuestas a esta visión, sobre todo la historia de la vida cotidiana, esa otra vertiente que junto con los grandes acontecimientos estelares del ámbito político y económico inciden callada y lentamente en la transformación de nuestras relaciones sociales y la manera de aprehender el mundo.
En nuestro país, la cocina representó por varios siglos una oportunidad para que muchas mujeres de estratos bajos y escasos recursos pudieran ganarse la vida siempre y cuando se hicieran de un anafre, algunas ollas, y el conocimiento que les fuera transmitido de generación en generación, para que pusieran un puesto en cualquier esquina de la gran ciudad. Así hicieron su aparición las tamaleras, chieras, tortilleras, molenderas, almuerceras y demás especialidades que la diversidad culinaria había desarrollado. Algunas de ellas cocinaban en las pulquerías; arrodilladas junto al comal, echaban las tortillas, calentaba las carnitas, los molitos y demás antojitos que aderezaban el jolgorio de un entusiasmado baile que después de varios vasos de pulques aumentaba el fragor del establecimiento. Esta postura, que exigió el quehacer culinario durante siglos, se distinguió por la cultura occidental como la de una imagen denigrante y de extrema exigencia física. Habría que recordar que la conexión del cuerpo con la materia y los alimentos del mundo prehispánico fue directa; se comía con las manos y la tortilla servía de cuchara multiusos, la preparación era en el piso donde también se tendían petates para comer. Estas costumbres prevalecen hoy en día, la mayoría de los países orientales siguen sentándose en el suelo y utilizando los dedos para alimentarse. Es decir, una conducta distinta a la de los europeos que han hecho de la utilización de los cubiertos y el sentarse a una mesa con un elaborado protocolo el termómetro con qué medir el grado de civilización de las culturas ajenas a esos códigos de comportamiento.
Naturalmente esto fue utilizado por los conquistadores como muestra de barbarie, que junto con el bajo valor alimenticio que le conferían a los productos naturales, denigraban sus formas de comer al considerarlas de naturaleza inferior. Este discurso estuvo presente en varios de los binomios que compartieron la mesa diaria de la sociedad como fueron el pan y la tortilla, el vino y el pulque y muchos otros como el consumo de insectos entre la población indígena.
Otra de las consideraciones de fondo por lo que la cocina ha ocupado un lugar de segunda tiene que ver con lo mal visto que era para los peninsulares y sus herederos los criollos, el trabajo manual. Se llegó al extremo de preferir pedir limosna, como quiera era destello de dignidad, que trabajar en alguna actividad que implicara lo manual, así lo externa Celeste en el Fistol del Diablo, después de haberse convertido en una exitosa emprendedora al establecer una dulcería, temía que Arturo, su enamorado, la volviera a ver en esas condiciones:
Al menos —decía— cuando me encontró en la calle por primera vez, pedía yo limosna para mi padre y mi madre, que se morían, y esto tiene mucho de noble y de sublime, y el lo comprendió así; pero ¡hacer dulces para vender, ponerse en una tienda a disputar con las criadas que compran los bizcochos todas las noches! Esto es, no sólo vulgar, sino hasta ridículo.1
Inclusive se propuso enviar a las vagabundas a la cárcel para que sirvieran en la cocina como castigo.2
Con el surgimiento del México independiente, la construcción del país llamaba a encontrar todas aquellas señas culturales que pudieran darle identidad frente al otro, sobre todo durante una época que el invasor estaba siempre al acecho. Así empezó un largo trayecto por rescatar algunas de las costumbres propias como la cocina que al igual que la música, el vestido y otras manifestaciones artísticas se presentaban como grandes valuartes nacionales. En ese sentido, sobresale la entrañable novela de Manuel Payno, Los Bandidos de Río Frío; testimonio único de las costumbres alimenticias: su relación, importancia y trascendencia en la vida cultura de un pueblo. Indudablemente, Payno expresa una gran sensibilidad por todo lo que se refiere a la comida del pueblo; de lo propio en contraste con la influencia de las cocinas europeas, especialmente la francesa e italiana que venían acaparando el paladar durante el siglo XIX. En su obra, este gran autor rescata el valor que tuvieron las cocineras anónimas y, a las que nombra, en un merecido homenaje a las artífices de lo que hoy nos llena de orgullo como es nuestra cocina. Crea un universo culinario donde las cocinas, comedores, olores, sabores y sinsabores llegan hasta nuestros días, Payno hace de la cocina una manifestación viva a través de los sentidos que nos ha identificado a través de la historia.
La publicación de varios recetarios, revistas y artículos en periódicos fue poniendo el tema de la cocina en la esfera pública y, aunque esto fue dirigido por la inteligentsia liberar decimonónica, sirvió para que muchas de las mujeres empezaran a escribir sus recetarios personales o de familia, lo cual generó una cultura culinaria que para finales del XIX ya tenía una personalidad propia. Podemos imaginar las horas interminables que pasaron mujeres escribiendo, como pudieran, todos aquellos guisos que ya fueran de la tradición que por la vía oral había adquirido de sus antecesoras o algunas incursiones propias experimentadas en el arduo e imparable trajín culinario. Una de ellas fue Juliana, cocinera del platero, personaje de Los Bandidos de Río Frío. Esta mujer se vale de su recetario que con ahínco había elaborado cada noche a la vez que escuchaba las estremecedoras historias que Relumbrón, el jefe de la banda de bandidos, contaba a su patrón el platero. Con gran enjundia y valor decide delatarlos, escapa con su recetario que ha guardado en el seno como único patrimonio y documento fiel, no sólo de lo que ha escuchado sino de lo que ha cocinado.
En Juliana se han sumado e inmortalizado todas aquellas cocineras anónimas que dedicaron su vida a ese espacio relegado y largamente ennegrecido por el sempieterno hollín; todas aquéllas que arrastrando una mula de donde pendían todo tipo de cacharros, servían cada mañana el café, atole y las gordas de manteca o buscaban en los cementerios cualquier rastro de quelites, quintoniles u otra hierba que pudieran utilizar cuando los abastos se habían agotado; todas aquéllas que desde la paz conventual se regocijaban en preparar las exquisiteces que la gloria de dios les había inspirado; todas aquéllas que desde sus cocinas de humo eran el orgullo familiar cuando en cada tortilla echada sobre el comal refrendaban la consubstancialidad divina del grano de maíz.
Su contribución ha sido enorme y de gran relevancia, para finales del siglo XIX y principios del XX su fruto maduró en ese gran corpus de lo que hoy conocemos como Cocina Mexicana. Su reconocimiento internacional: el nombramiento reciente de nuestra cocina como patrimonio intangible de la humanidad.
* Historiadora, egresada de la unam, cocinera y especialista en gastronomía.
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